Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Feijoo y la guerra

Se habla mucho de la guerra, y lo más curioso es que se habla como si fuera algo que se pudiera evitar, como si se tratara de un capricho (en este caso, de un capricho del presidente Bush, mientras que se procura que la otra parte quede incólume, libre de responsabilidades, ya que no de bombazos). Planteamientos tan simples y con una carga política evidente y definida, cuyo problema no es tanto Irak como la toma de la Moncloa, bien merecen algunas matizaciones. Pero bástenos con recordar que, en otras épocas, fenómenos como el de la guerra no se planteaban con tanta simpleza ni demagogia.

La guerra es un mal: eso parece que está fuera de toda duda. Pero también son un mal los terremotos, las inundaciones y los corrimientos de tierra, y, sin embargo, se producen. Decía Chesterton, con razón, que una historia de la humanidad sin guerras sería inconcebible: entre otras cosas, porque sería la historia de otra clase de especie viva, sin duda situada en otro planeta o galaxia. Y no todo ha de ser condenable en la guerra. El hombre, como dice José Luis Mediavilla, se comporta de manera distinta en la guerra, bajo un terremoto, etcétera. Con la guerra aflora la ferocidad del ser humano; pero si no fuera porque en la guerra se exacerban también los sentimientos humanistas (no me refiero a los de los pacifistas vocingleros), toda guerra sería de exterminio, y, de hecho, casi ninguna lo es. La guerra es destructora, pero también liberadora. Según Gracián, en la guerra se perciben aspectos beneficiosos y perjudiciales. Favorece el progreso técnico, pero también empobrece a los pueblos y, en líneas generales, es poco recomendable para la marcha de la economía. Hoy parece que ocurra al contrario. Sin guerras, en fin, no se hubiera escrito la mayor parte de la literatura universal.

Feijoo era contrario a las guerras. Veía en ellas aflorar lo que de irracional tiene el ser humano. Pero, sobre todo, era antinacionalista, por lo que veía en la «pasión nacional» mal llevada la causa de muchas guerras: «¿Qué guerra se emprendió sin este especioso pretexto? ¿Qué campaña se ve bañada de sangre, a cuyos cadáveres no pusiese la posteridad de honrosa inscripción general que perdieron la vida por la patria?». No cree Feijoo, por tanto, en «guerras justas», sino, más bien, en ambiciones personales: «Contemplemos puesta en armas cualquier república sobre el empeño de una justa defensa, y vamos viendo a la luz de la razón qué impulso anima aquellos corazones a exponer sus vidas. Entre los particulares algunos se alistan por el estipendio y por el despojo; otros por mejorar de fortuna, ganando algún honor nuevo en la milicia, y los más por obediencia y temor al príncipe o caudillo. Al que manda las armas le insta su interés y su gloria. El príncipe o magistrado, sobre estar distante del riesgo, obra por no mantener la república, sí por conservar la dominación. Ponme que todos esos sean más interesados en retirarse a sus casas que en defender los muros; verás cómo no quedan diez hombres en las almenas». En consecuencia, «el amor a la patria particular, en vez de ser útil a la república, le es por muchos capítulos nocivo».

Entiende Feijoo que, aunque «en estos siglos la guerra se ha humanizado mucho y depuesto gran parte de la fiereza con que se ejercía en otros tiempos», continúa siendo un desastre para la economía, por lo que «convendría mucho que los labradores gozasen una perfecta exención de los males de la guerra». No admite, pues, la guerra total. El labrador debe continuar sus faenas, haya guerra o no la haya, porque todos los días se come. ¿Y quiénes han de servir en los regimientos? Los ociosos. La propuesta es sensata, y no hay mal que por bien no venga si la guerra da ocupación a los mangantes.

La Nueva España · 5 abril 2003