Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Joaquim Veríssimo Serrão,
en La Granda

En los días de pleno frenesí y fragor de la mitad de agosto, La Granda es un remanso de paz. Toda España está en fiestas, todos los españoles circulan enloquecidos por las carreteras. Habrá que resignarse a la masificación. Pero el problema, a mi modo de ver, no es que todo el mundo vaya de vacaciones, sino que lo hagan todos al mismo tiempo. Un atardecer que regresamos de San Esteban de Pravia de pasar un buen rato con María Uría, Santiago González del Valle y Carlos Ibarguen, contemplamos un tremendo accidente de circulación en Vegarrozada. En la cuneta, un matrimonio y una niña están de pie, muy pálidos y muy quietos. Se les ve ilesos, con un coche al lado, en apariencia intacto. Pero la niña se aferra a un osito de peluche, como si estuviera desamparada en medio del planeta, y aquella imagen me impresiona. Durante la cena se lo describo a Juan Velarde, y reconoce que es en verdad impresionante.

En La Granda todo gira al ritmo de La Granda, que es un ritmo reposado, con la excepción del excelentísimo señor Joaquim Veríssimo Serrão, «profesor jubilado da Universidade de Lisboa y presidente da Academia Portuguesa da História»; por un clavel no llegó a ser ministro. En cambio, sí lo fue el profesor Soares Martínez, que vino a La Granda a hablar de economía. Muy por el contrario, el profesor Pinto de Castro, que disertó brillantemente sobre Portugal en la cultura del Siglo de Oro español, escapa cuando oye hablar de economía: «Demasiados números, demasiadas estadísticas», dice. Don Joaquim Veríssimo Serrão busca en su cartera y extiende su tarjeta.

­­—Ya me la dio, don Joaquim.
­­—Es igual. Guárdela.

Don Joaquim no para. Puede cruzarse con uno cincuenta veces, que las cincuenta se detiene y saluda efusivamente.

­—¡Oh, meu amigu!
­—­¡Don Joaquim! ¿Habla usted bable?
­—­¿Qué es bable, dígame, qué es bable?
—Nada; no tiene importancia.

Don Joaquim Veríssimo Serrão, historiador eminente, premio «Príncipe de Asturias», es incansable: una fuerza de vitalidad, capaz de mantener conversaciones a tres bandas durante las comidas y las sobremesas. En cambio, la condesa de Sam Paio es discreta y silenciosa como una reina de cuento de hadas. Una noche, después de la cena, los portugueses, dirigidos por Veríssimo, cantan un fado. La mujer del ilustre historiador me dice:

­—Es exagerado, pero es sincero.

El 15 de agosto fue festivo, y los portugueses aprovecharon para visitar Oviedo. Veríssimo regresó entusiasmado de Oviedo y de Teodoro López-Cuesta.

­Oviedo es magnífica ciudad y don Teodoro López-Cuesta, el hombre más influyente de Oviedo. Dice uno en cualquier lugar que va de parte del profesor López-Cuesta y se abren todas las puertas. Debieran proclamarle monumento nacional.

­Por lo menos ­digo yo­, debieran hacerle rector honorario de la Universidad de Oviedo. No hay otro que lo merezca tanto como él.

El nombre de Teodoro abre todas las puertas, menos las de la Cámara Santa. De modo, que estos ilustres profesores portugueses quedaron sin verla.

Por la tarde, escuchamos misa en el salón de La Granda. Oficia don Silverio, el capellán, en un altar improvisado sobre una mesa, y Jaime, el nieto de Juan Velarde, es improvisado como monaguillo. Don Silverio dice una homilía sencilla y emocionante, muy hermosa. Dice que es un cura rural que está hablando para «la crema de la intelectualidad», ante sabios y premios «Príncipe de Asturias». Los portugueses se emocionan a su vez. Les encantó la homilía de don Silverio. «Los curas portugueses», dice Veríssimo, «parece que tienen prisa. Dicen la misa en dos minutos».

Terminada la misa, Jaime sale a jugar con su pato, llamado, muy propiamente, Donald. O intenta pescar pececillos de colores en el estanque. Por la noche pasea con su abuelo y conmigo, porque quiere ver luciérnagas. Mientras, Juan Velarde cuenta historias maravillosas. Y de vuelta a La Granda, Joaquim Veríssimo me habla de sus gatos. Tiene quince gatos. Yo tengo otros tantos. Además del entendimiento común, los gatos unen muchísimo.

La Nueva España · 4 de septiembre de 2002