Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Gonzalo Fernández de la Mora

Conocí a Gonzalo Fernández de la Mora en los cursos de La Granda, y confieso que al principio, al saber que íbamos a coincidir en un seminario sobre Alejandro Mon, tuve una cierta prevención, más por motivos personales que políticos. Sencillamente: temía que Fernández de la Mora fuera un personaje engolado. No lo era en absoluto. Tanto él como su esposa resultaban encantadores, y él, además, era un conversador culto y ameno. Entre tanto político inculto y zafio como hoy campea, Fernández de la Mora fue un lujo de la ocupación política, antes y ahora: pues no debemos olvidar que antes hubo Solís Ruiz y ahora hay Felipe González. En cuanto a sus posiciones políticas, algunas serán discutibles, pero otras son indiscutibles. Por ejemplo, su defensa de un Estado reducido a la mínima expresión: un Estado «de servicios», eficaz y, por tanto, no intervencionista. Todo lo contrario del Estado de las autonomías o del macroestado comunitario, ambos de sello marcadamente socialista, tanto por la multiplicación de funcionarios de las autonomías como por el intervencionismo de Bruselas, entendido como norma y razón de ser de la Comunidad Europea. En los años sesenta, Gonzalo Fernández de la Mora publicó un libro que tuvo repercusión grande, «El crepúsculo de las ideologías», que indignó a la izquierda, pero también debería haber indignado a la derecha, aunque ésta no se dio por aludida. En el momento de la publicación de este libro daba la sensación de que Fernández de la Mora exponía una teoría peregrina, cuando en realidad constataba un hecho. De confirmar el hecho se ocuparon Adolfo Suárez creando un fantasmal centrismo, Santiago Carrillo promoviendo el eurocomunismo, el PSOE descafeinándose hasta grados inconcebibles y los conservadores asomándose a la socialdemocracia. En los años sesenta todavía se creía en la revolución, y Fernández de la Mora, afirmando que ya no había posibilidad de revolución, echó un jarro de agua helada por encima de aquellas ilusiones. Porque a la revolución no la alejaron los contrarrevolucionarios, como el propio Fernández de la Mora, sino los proletarios cuando empezaron a vivir como burgueses. Marx se había equivocado desde el punto de partida, cuando afirmó que los proletariados más avanzados y con más alto nivel de vida, los de los Estados Unidos e Inglaterra, serían quienes encabezarían la revolución. Pero la revolución se produjo en países atrasados, rurales, casi medievales en su organización y sin atisbos de democracia. Con lo que se demuestra que la democracia no es un paso previo a la revolución (como cree el propio PSOE, en tanto no renuncie a su «programa máximo», cosa que, me parece, todavía no ha hecho), sino que, donde hay democracia, no puede haber revolución. Sin mayores sobresaltos, la aspiración al «paraíso del proletariado» ha sido sustituida por la «sociedad de consumo», que es una especie de capitalismo socializado, en el sentido de que se basa en que todos puedan disfrutar de las «delicias» del capitalismo. Algo, en cualquier caso, más evidente que el «wlahaya», las huríes islámicas o la visita a la tumba de Lenin.

Gonzalo Fernández de la Mora era un hombre culto, rara especie entre la clase política española. Probablemente no fuera tan demócrata como Alfonso Guerra, pero su cultura era muy superior; del mismo modo que es seguro que don Francisco de Quevedo no era tan demócrata como Terenci Moix, pero es infinitamente mejor escritor. Y conste que si apunto que Guerra es más demócrata es porque siempre anduvo alardeando de serlo, mientras que Fernández de la Mora no era un entusiasta de ese tipo de elección de gobernantes, y en la práctica, en cuanto a demócratas, allá se andaban uno y otro.

González de la Mora era un buen prosista. Acaso pecaba en ocasiones de cierta pedantería, sobre todo en la elección de sus asuntos; pero su exposición era clara. Sus muchos años de crítico de libros en «ABC» le habían enseñado a sintetizar y a resumir, lo que siempre es mérito en un ensayista. El reseñaba, exclusivamente, «libros de pensamiento», pero, ¿qué son «libros de pensamiento» exactamente? A la vista de su obra crítica, los que no son de poesía o novela. Pero esto no le impedía escribir alguna buena página sobre Jorge Manrique, e incluso sobre Espronceda. En realidad, hacia ensayo a la manera anglosajona, es decir, comentario de textos. Naturalmente, otra cosa era cuando abordaba «grandes temas», como en «Maeztu y la noción de la humanidad» o en «Ortega y el 98». Fuera por donde fuera, siempre acababa en el 98. En cierta ocasión en que Juan Velarde y yo elogiamos la prosa de Indalecio Prieto, nos echó una regañina amistosa: «¿Pero cómo se les ocurre a ustedes elogiar la prosa de Prieto, teniendo la prosa de Azorín, la de Gabriel Miró?». Como conversador era inagotable. En La Granda, donde hay horario conventual, quedábamos hasta la madrugada escuchándolo.

La Nueva España · 27 de febrero de 2002