Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

El otoño de Ángel González

Ángel González es poeta de retornos: el retorno a Oviedo, paraíso casi perdido; el retorno como desganado aunque implacable ala poesía; el retorno a la antigua tristeza... Publica ahora un nuevo libro, después de un silencio de más de nueve años, «Otoño y otras luces» (Tusquets Editores, Barcelona, 2001). Libro muy breve: apenas contiene treinta y tres poemas, el más largo de los cuales consta de veintiún versos. Y, sin embargo, es suficiente para ofrecernos algunos destellos de auténtica poesía. El poeta depuradísimo que es Ángel González se ha depurado aún más. No obstante, en algún verso, aparece la vieja ironía, tan característica. Algunos poemas resultan un tanto extraños aquí: «Aquel tiempo» por abstracto; «Alba en Cazorla», por demasiado concreto.

El otoño de Angel González es la antesala del invierno. No se acerca el poeta al otoño dorado de Keats o al melancólico de Lamartine. Su otoño es helado, ya desde el primer verso: «El otoño se acerca con muy poco ruido». ¿Como la muerte? Y con el otoño ha pasado un ángel, ángel como el propio poeta.

Que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre.

El poeta adopta el tono elegiaco, que es el tono mayor de la poesía, para encararse al gran tema poético del paso del tiempo:

Entonces era otoño en primavera,
o tal vez al revés:
era una primavera semejante al otoño.

Se trata del poema «Entonces», cuando «el viento cubría de nubes las praderas soleadas e inesperadas ráfagas de lluvia/lavaban los colores de la tarde». Pocas veces se permite Ángel González ser tan colorista como en este poema (praderas soleadas, carmín que fue violeta, el oro que era ocre, los silbos amarillos, el verde desvaído), y todo para que caiga sobre el paisaje el frío de la helada, el invierno sin color: «Con un escalofrío repentino, / y temor, y nostalgia, / evocamos entonces / la verdad fría de un invierno / no sé si pasado o por venir». A pesar de la duda «no sé si pasado o por venir», sabe el poeta que el invierno (el verdadero invierno) está por venir, aunque otro invierno haya pasado y quedado atrás.

El pesimismo de Ángel González se manifiesta en el paisaje, como en Flaubert. Aunque no sea un poeta paisajista, es un poeta hondamente pesimista. Conforme avanzamos en este otoño del poeta nos adentramos en el escalofrío de la helada y en la oscuridad del invierno: «Nadie recuerda un invierno tan frío como éste». Las calles de la ciudad son láminas de hielo; las ramas de los árboles, fundas de hielo; «las estrellas tan altas son destellos de hielo». Retomando impresiones de Verlaine, helado está también el corazón del poeta. Sobre el de Verlaine llovía, sobre el de Ángel González, hiela. Su amiga, su dulce amiga, ha dejado de quererle. «No recuerdo un invierno tan frío como éste».

Dos temas se repiten a lo largo de este libro, de manera especial en su primera sección, titulada «Otoños»: el otoño helado y el invierno que llega, de una parte, y de otra, la sensación del amor perdido.

¿Y me preguntas hoy por qué estoy triste?
De los álamos vengo.

Leemos en «Casi invierno», un poema en el que resuena Blas de Otero. La segunda sección, «La luz, a ti debida», insiste en el tema del amor, pero no de un amor gozoso, como podría suponerse por el título, casi de Pedro Salinas, sino de un amor perdido, o a punto de perderse. Otro tema elegiaco, por tanto. La tercera sección, «Glosas en homenaje a C. R.», al evocar a otro gran poeta desaparecido, es directamente una elegía, que se extiende a toda una generación: «Porque no poseemos, /vemos». La cuarta sección, «Otras luces», contiene material misceláneo, y acaso los versos más desolados que haya escrito Ángel González, «Versos amabeos»: «Hay mañanas en las que no me atrevo a abrir el cajón de la mesa de noche / por temor a encontrar la pistola con la que debería pegarme un tiro». La poesía de Ángel González está llena de ciudades desoladas y tristes, de seres cansados y sin voluntad, de mañanas crudas. Las mañanas de Ángel González son como las que decía Orson Welles a propósito de Falstaff: son las mañanas de quien no se ha acostado, y que por otra parte, carece de la vitalidad de Falstaff. Helada crudeza de las mañanas y, sin embargo, pocas mañanas como ésta: «Hay mañanas que no deberían amanecer nunca /para que la luz no despierte lo que estaba dormido».

A la serenidad habitual del otoño, incluso en cuanto representación de la madurez de la edad, Ángel González opone un otoño invernal, de frío en el alma. Con versos libres y cortos, como acostumbra, alcanza el arte mayor, porque la elegía, el paso del tiempo, la desolación del alma son poesía mayor. «Otoño y otras luces» estremece por sus hielos. Al pesimismo de los primeros poemas de los años cincuenta sucede un pesimismo sin redención ni salida. El pesimismo y el poco aprecio de sí mismos caracteriza a los poetas de la llamada Generación del 50. ¿Cómo podían suponer estos poetas que hacían poesía «social» o «civil», si su pesimismo es de fuerte entraña intimista? La poesía civil sirve para animar y la de Ángel González desanima. Ahora nos damos cuenta de que, pese a sus actitudes civiles, tan claras, por lo demás, González es un poeta intimista. Sin nostalgia del pasado ni esperanza en el futuro. El tiempo importa poco. Lo que importa, a este existencialista residual, es la presencia del invierno, «no sé si ya pasado o por venir».

La Nueva España · 19 de diciembre de 2001