Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Desarme en tiempos de armamento

Una vez más llegó y se fue el Desarme, que en esta ocasión estuvo a punto de pasar sin pena ni gloria; porque cualquiera dice que estamos en otoño y que se inaugura la temporada de los callos con temperaturas más altas que en el verano, sol constante y cielo azul. Decía el poeta Shelley que «si llega el invierno, ¿será posible que la primavera esté lejos?». Pero aquí ya no hay invierno ni otoño, sino una climatología comprensiva, socialdemócrata, de constante sol y verano, adecuada para un país de vacaciones, de «puentes», de fines de semana que duren la semana entera, de hosteleros y prejubilados. Qué maravilla. Los conspicuos personajes de la Marbella del Norte se preguntan asombrados por qué no se dicta por decreto ley municipal el verano perpetuo, y se enfurecen ante cualquier leve nubecilla en el cielo o ante el siempre preocupante meteorólogo de la TV, porque piensan que la gente de Madrid –que, por lo demás, no piensa en otra cosa que ir de «puente» a la Marbella del Norte– le hace mucho caso. La mentalidad del hostelero y del especulador inmobiliario es opuesta a la del abolido campesino, pues éste miraba al cielo en espera de agua y aquéllos miran la TV con miedo a que se anuncien lluvias. En cualquier caso, la actual meteorología no pudo haber sido más colaboradora con la implantación de esta peculiar «sociedad del ocio a la española». Aunque, con lo poco que llueve, con lo poco que se trabaja la tierra y con el hormigón que está llenando los campos para hacer infinitas «segundas viviendas» para la infinidad de «nuevos ricos» que hay ahora, Asturias puede acabar convertida en un desierto, pero en un desierto feliz, donde se cumple la aspiración suprema del español de trabajar como un moro y ganar como un judío, según Baroja.

La aspiración de la Marbella del Norte no es exclusiva de tan imponente localidad. En los años sesenta se pensaba de igual manera en Francia, y de este modo leemos en la deliciosa novela «Un mono en invierno», de Antoine Blondin, desarrollada en un pueblecito francés de la costa atlántica: «Muchos vecinos están convencidos de que si lloviera menos, Tigreville se convertiría en una especie de Saint-Tropez, ingenua y snob, y se empeñan en negar la lluvia». La mención de la lluvia es una ofensa también para los marbellíes norteños. Aman el desierto y votan a quien se lo trae.

Pero la climatología es colaboracionista más no implacable, y el día del Desarme fue uno de los que más llovió en Asturias. No se puede comer el «desarme» en mangas de camisa y con temperaturas propias de agosto. Porque lo que se había planeado conseguir con el Desarme (y se consiguió) era adormecer a los comensales, no hacerlos sudar. Llovió, y lo hizo en condiciones ese día, y estuvo oscuro, dándonos la sensación de que estamos en otoño. Un otoño que se presentó muy bueno para las ilusiones de los hosteleros y muy malo para los fabricantes de gabardinas, abrigos y paraguas, que de seguir el tiempo así van camino de sumarse a los nobles oficios abolidos por la modernidad, como los tundidores, pelaires, cereros y otros cientos que, con tanto amor y tanta nostalgia, enumeraba Azorín.

El Desarme es, en Oviedo, el primer aldabonazo serio del otoño. El segundo aldabonazo es San Martín, cuando empiezan las matanzas y se dice que a todo «gochín» le llega su sanmartín. Por San Martín viene un veranillo que los americanos llaman «indian summer», y que no sé cómo se presentará este año, después del «veranazo» del pasado octubre. Lo único que nos consuela es la sensata afirmación de José Pla: «La meteorología no es una ciencia. Es una constatación, a posteriori, de la cósmica fantasmagoría».

El Desarme de este año, que llegó como un oasis de lluvia dentro de un mes de calor, llega también mientras soplan vientos de guerra en países lejanos; lejanos, pero que nos afectan. La guerra desatada en la remota Afganistán ha empezado ya a caer en la rutina e incluso cansa a los antinorteamericanos profesionales, que son como aquéllos a los que se refería Larra: «Millares de personas seudofilantrópicas que al defender la humanidad parece que quieren en cierto modo indemnizarla de la desgracia de tenerlos por individuos». En Oviedo, como todos los años, se comieron pacíficamente los garbanzos con bacalao y espinacas, y los callos, muy regados con vino, mientras en las calles la lluvia regaba una sequía de meses. ¿Es el Desarme una celebración pacífica? En rigor, se recuerda a unos milicianos nacionales que no se dejaban «desarmar», por lo que una vez más pudo más maña que fuerza, como sabía Gracián, y los «desarmaron» las autoridades mientras hacían la digestión de un rancho copioso. El Desarme es puro Oviedo. Puede que donde mejor lo ponen sea en el bar Cantábrico (que, asimismo, lo sirve un día a la semana durante todo el año). Allí hemos comido «desarme» Germán Ojeda, Félix Sánchez de Posada y yo, mientras las bombas de la represalia caían lejos, y sobre Oviedo, menos mal, caía la lluvia.

La Nueva España · 7 de noviembre de 2001