Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Jovellanos y Cánovas, anglófilos

Uno de los mayores lastres de la política española desde el siglo XVIII acá es el afrancesamiento. Como es propio de un país tan reaccionario, los españoles sienten la superstición de la modernidad y aspiran a ella. No sé si ser demasiado moderno será bueno o nb; más bien pienso que es malo. Pero lo cierto es que, a la hora de pensar en modernizarse, nuestros antepasados miraban hacia Francia; no se les ocurría mirar hacia otro lado. Por suerte, algunos franceses con sentido común, como Voltaire o Chamfort, miraron a su vez hacia Inglaterra. Chamfort decía, después de la independencia norteamericana, que sería buena suerte que los ingleses expulsaran a los españoles y a los franceses del resto de América, para hacer un continente civilizado. Por desgracia, los españoles fueron expulsados por criollos afrancesados, es decir, por medio españoles con la cabeza en París, y así les fue a las américas españolas, que estaban mejor gobernadas por los españoles enteros que por los españoles a medias. La Revolución Francesa sirvió de modelo a los insurgentes del otro lado del charco y a los constitucionalistas de éste. Pero como Francia, aunque patria de la revolución, también lo es de la contrarrevolución, los contrarrevolucionarios españoles igualmente fueron afrancesados, y unos y otros, revolucionarios y contrarrevolucionarios, se dedicaron a considerar como enemigo personal al mundo anglosajón.

Naturalmente, el afrancesamiento era propio de elementos radicales, estuvieran a favor de la revolución o en contra de ella. No digo yo que no hubiera anglófilos, pero lo cierto es que pocos llegaron a ejercer funciones de gobierno. Entre éstos, se cuentan Jovellanos, que gobernó por poco tiempo a finales del siglo XVIII, y Cánovas del Castillo, que llena el último tercio del siglo XIX. Jovellanos, que había observado la Revolución Francesa con curiosidad y esperanza, no tarda en condenarla ante sus excesos: la llama «feroz quimera» y llega a la conclusión de que «nada puede esperarse de las revoluciones en el Gobierno». La revolución había apartado a Jovellanos de cualquier tentación radical, y así le escribe a Lord Holland: «Nadie más inclinado (que yo) a restaurar y afirmar y mejorar; nadie más tímido en alterar y renovar. Desconfío mucho de las teorías políticas y más de las abstractas». Y propone, porque cree en el carácter nacional, no una importación de otras instituciones, como clamarían los afrancesados, sino la modificación de las antiguas.

De acuerdo con esto, podría suponerse a Jovellanos como un nacionalista, cosa que no era. También para modificar hay que buscar modelos, y de los que entonces se presentaban en Europa, él tendió hacia el anglosajón; mas el país hacía el francés. «Cabe soñar con lo que pudo haber sido y no fue, si España, en lugar de seguir la suerte revolucionaria de Francia, hubiera, con Jovellanos, acertado con el sendero reformista de Inglaterra», escribe Manuel Fraga. «Nos ocurrió lo peor: jai conservamos nuestra sociedad reformándola, ni hicimos nuestra propia revolución, sino que nos la hicieron».

Jovellanos creía que España mejoraría saliendo fuera de sí misma, pero sin dejar de ser ella. Como buen ilustrado, reconoce su deuda con lo que había al otro lado de los Pirineos y del Canal de la Mancha: «Desde uno a otro extremo / crucé la sabia Europa. / ¡Y al fin la hallé en los pueblos / que a una y otra margen / del Sena dan asiento». Fue también de los pocos españoles de su tiempo, y acaso de todo tiempo, con verdadero sentido de Estado. Su reformismo era posibilista: propone lo posible, aunque no resulte tan atractivo como lo desmesurado, es decir, lo imposible, la utopía. En este sentido, es el antidemagogo por excelencia. Sin embargo, cuando tiene oportunidad de intervenir en las labores de gobierno, no le dan tiempo para hacerlo. Su paso por el Ministerio fue fugaz. Evidentemente, se había adelantado a su época, y eso se paga, y él lo pagó duramente.

Cánovas, en cambio, tuvo oportunidad de ensayar un modelo anglosajón en España que, con todos los defectos que se quiera, hizo posible la primera restauración borbónica. Ahora hay mucho más dinero que antes: acaso sólo en esto radique la diferencia entre aquella restauración y ésta. Curiosamente, Cánovas no conocía demasiado bien a Jovellanos; le considera como literato y crítico de costumbres, «gran talento crítico», y estimable como poeta, a la altura de Moratín. Le esgrime en 1859 junto con Campomanes, contra la Desamortización, y le presenta, de pasada, como un conservador. Pero no repara en sus ideas políticas ni en su actuación política. Es lástima, porque Cánovas era un político culto e inteligente, y un anglófilo que también entendía la política como el arte de lo posible y que, a diferencia de Jovellanos, pudo gobernar.

La Nueva España · 22 septiembre 2001