Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Monumentos funerarios

El resentimiento político y la conveniencia de dejar en paz a los muertos

El asunto de "Antígona", de Sófocles (una de las obras literarias más nobles de la Humanidad, según Edward Morgan Forster), es si deben recibir honras fúnebres los muertos del bando vencido de una guerra civil. Dos hermanos (¿cabe representación más completa de la guerra civil?) se enfrentan ante Tebas: Eteocles defiende la ciudad y Polinice la ataca. Ambos mueren y surge el conflicto, porque Creón, el tirano, ordena que Polinice quede insepulto, en tanto que su hermana Antígona sostiene que ambos, el vencedor y el vencido, deben recibir honras fúnebres.

Las honras fúnebres se encuentran en ese momento central y culminante de la Humanidad en que ésta empieza a ponerse en pie. El culto a los muertos es el arranque de las religiones y de la cultura, por lo que los monumentos funerarios son de las primeras manifestaciones de la civilización. Ese culto por medio de monumentos se extiende por todo el planeta, desde la prehistoria a la actualidad. "El fenómeno más misterioso y extraño que fijó la atención del humano primitivo parece haber sido el de la muerte", afirma E. O. James, que añade que "esto se hace notorio en el cuidado para enterrar al cuerpo en una tumba". Los dólmenes eran sepulcros y Edward B. Tylor constata que, en los tiempos modernos, los khasias del Nordeste de la India levantaban toscos pilares conmemorativos de sus muertos. En la Europa atlántica, también en Asturias, los amontonamientos de piedras tenían un sentido funerario. "Una torre no es solamente una torre; a la vez es faro, atalaya, fuerte, trofeo, sepulcro o ara", escribe J. M. González en "El litoral asturiano en la época romana". En cuanto a tumbas, las hay variadísimas, lo mismo que modos de tratar los restos mortales: el enterramiento y la incineración son las más comunes, aunque sir Thomas Browne, autor de un completo tratado sobre urnas funerarias, señala que "el agua ha resultado la tumba más voraz". Los tibetanos consideran que el sepulcro más digno del cuerpo muerto es el cuerpo vivo, por lo que comen a sus familiares difuntos.

En algunos casos de barbarie los muertos eran trofeos de guerra: Marco Polo vio un montón de calaveras conservadas como trofeo. Pero lo normal es que las guerras se olviden y los muertos se disuelvan en la tierra, el aire, el agua o el fuego. Así ha sido siempre, porque no se podría vivir bajo el peso de los muertos.

Abraham Lincoln pronunció sus hermosas y generosas palabras de reconciliación en un cementerio. Han dejado de sonar ya los cañones, dejemos en paz a los muertos. Pero en España no es así. El resentimiento político se convierte en necrofagia. Tenía razón Cernuda cuando escribió que "la historia de mi tierra fue actuada / por enemigos enconados de la vida". Él se refería a un solo bando, pero esos "enemigos enconados" actúan en los dos. Se vuelve a mirar a las tumbas. ¿A alguien se le ocurre querer destruir las pirámides porque las hayan construido tiranos? ¿Por qué no se deja en paz a los muertos?

La Nueva España · 2 agosto 2016