Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

De cine, cultura y demás

A propósito de la visita a Oviedo de dos «cantantes progres» y de Trueba

Anduvieron por Oviedo poco antes de que «tronara» la SGAE, dos cantautores (término sinónimo de «cantante de progre» hoy en desuso) y un cineasta de dinastía, pues le conjeturo hijo de Fernando o Francisco Trueba, cineasta de la tendencia desinhibida que afirmó en cierta ocasión que no creía en Dios, pero creía en Billy Wilder. La verdad, cambiar a Dios por Billy Wilder es bobería, y lo que yo no entiendo es por qué el director vienés trasplantado en Hollywood entusiasma tanto a la «progresía» carpetovetónica de línea dura. Tampoco entiendo cómo puede entusiasmar Billy Wilder a nadie, ya que sus comedias, a estas alturas, son infumables. ¿Quién puede soportar la sonrojante cursilería de «Irma la dulce», el aspecto de memo de Jack Lemmon o el humor baturro de «Con faldas y a lo loco»? El otro día la repusieron por TV y a los diez minutos cambié para Intereconomía, donde por lo menos uno se ríe con sus exageraciones: las de Billy Wilder son tan previsibles y están tan vistas que sólo cansan. Una sola comedia, «Primera plana», aguanta un poco mejor, gracias a Walter Matthau fabuloso, pero sale muy perjudicada si la comparamos con mera versión de la gran obra de Ben Hetch y Charles Mc Arthur, «Luna nueva», de Howard Hawks. En general, las películas dramáticas de Wilder, como «Perdición» y «El crepúsculo de los dioses», han envejecido menos que las comedias, aunque en algunos casos no pasan de ser teatro filmado, como «Cinco tumbas al Cairo» y «Testigo de cargo». Reconozco que hace cuarenta años nos reíamos mucho con el cine de Wilder, de Quine, de Blake Edwards, de Tashlin, hasta de Jerry Lewis, sobrevalorado hasta lo incomprensible por la crítica francesa. Nada de eso ha resistido al paso del tiempo, y tan sólo Edwards se mantiene por sus películas dramáticas («Chantaje a una mujer», «Días de vino y rosas»). Pero ni la Pantera Rosa, ni las bufonadas de Lewis, ni la pretendida sofisticación de Quine son capaces de arrebatarnos una sonrisa. Es una lástima. En compensación, las viejas películas mudas, de Charlot, de Buster Keaton, de Harold Lloyd, de Stan Lauren y Oliver Hardy, dirigidas por ellos mismos o por auténticos maestros como Harry Lachman, Leo McCarey o Edward Sutherland, están tan frescas como el primer día.

El problema del cine español es que los directores, si los sacamos de sus preocupaciones de «progres», que por mucho que les den vueltas se reducen a cama y dinero, son incapaces de hacer otra cosa que películas sobre divorciados, señoras que van al ginecólogo y «comedias golfas». Como son «progres», nunca vieron a un camionero o a un labrador en su vida, de modo que cuando se salen de su pequeño mundo, como Carlos Saura cuando hizo «El séptimo día», sobre la matanza de Puerto Urraco, hacen cosas acartonadas y ridículas, en las que todo suena a falsedad retórica, incluida la violencia (lo que parece increíble en el autor de «La caza», quien por lo menos debiera saber cómo es un tiro de escopeta). Y, para colmo, admiran a cineastas caducos, como Wilder. Menos mal que los cantautores y el cineasta, hablando de cultura, hablaron de dinero. Es un alivio.

La Nueva España · 14 julio 2011