Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Sábato, triste como un tango

El escritor argentino, una persona intachable, puede ser considerado el último existencialista

A estas alturas, Ernesto Sábato era una figura más histórica que literaria. No porque se le haya asignado en Argentina un papel semejante al de Bertrand Russell al frente del tribunal que llevó su nombre y que no fue otra cosa que la insaciable tendencia de algunos pueblos latinos al mimetismo: pues si en Buenos Aires se estableció, después de una dictadura, un remedo del Tribunal Russell, en la metrópoli se imitan sin ningún rubor los fastos y esplendores de los premios Nobel que conceden los suecos o de los «Oscar» de Hollywood que se entregan en la Meca del cine. Con esto no pretendo minimizar su actuación como presidente de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, sino indicar que se parecía demasiado al Tribunal Russell y éste a los juicios contra el nacionalsocialismo en Nuremberg. Sin duda Sábato era la persona más indicada para presidir esa comisión. Como persona era intachable, estaba reconocido en el ámbito internacional y nunca incurrió en la frivolidad de calificar a los componentes de la junta militar argentina de «caballeros». Lo malo fue que aquella comisión recordaba a otras parecidas, y tal vez con buenos y eficaces jueces hubiera sido necesaria. ¿Para qué implicar a un escritor en cuestiones que pertenecen por entero a la justicia?

Seguramente porque Sábato pertenecía a una época en la que todavía se suponía que el escritor es algo más que un señor que escribe: que el escritor es una figura pública y «un faro de la ética», como dijo, a propósito de él, con motivo de su muerte, el ministro de cultura de su país. Esto, desde luego, es redundante. Lo menos que se puede esperar de cualquier escritor, como de cualquier ciudadano, aunque sea analfabeto, es que no se ofrezca a las autoridades como confidente de la Policía o que no llame «caballeros» a una punta de militares sanguinarios. Sábato se comportó honestamente, pero no hizo mucho más que otros muchos argentinos en las mismas circunstancias (o que los europeos resistiendo a los nacionalsocialistas, o los rusos disidentes del socialismo real, o los españoles que supieron mantenerse al margen de la barbarie republicana y de la dictadura franquista). Sábato representaba un tipo de escritor cuyo perfil trazó Sartre con su teoría del «compromiso» (bien es verdad que el «compromiso» sartriano solo miraba hacia babor). Un escritor moralizante y valeroso, cuya palabra fuera escuchada. Para ello era imprescindible que hubiera un público dispuesto a escuchar. Hoy ya no quedan escritores de esa resonancia ni público que escuche. Sábato es el último existencialista. Nacido el 24 de junio de 1911, dos años antes que Camus, muere en vísperas de su propio centenario.

Sábato recuerda en bastantes aspectos a Camus. Su primera novela, «El túnel» (1948), es, en su obra, el equivalente a «El extranjero» camusiano, y Camus algo propio vería en ella, porque animó a Gallimard para que la publicara en francés. La virtud de la brevedad de este relato contrasta con la desmesura de «Sobre héroes y tumbas», que es tediosa, y la ilegible «Abbadon el exterminador». Salvatore Quasimodo lo consideró «un apocalipsis de nuestro tiempo», y, en efecto, Abbadon significa «ruina» y «destrucción»: es el ángel del Abismo, ligado al Seol. No era un escritor optimista, quién sabe si por motivo literario: él mismo se consideraba angustiado y, paradójicamente, vitalista. Paradójicamente, admiraba a Che Guevara y despreciaba a Hitler y Stalin. Paradójicamente también anhelaba un mundo nuevo con expresión de infinita tristeza. Era afrancesado como un argentino y triste como un tango.

La Nueva España · 12 mayo 2011