Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Privilegios de los clásicos

Si hoy se estrena «Coriolano», de Shakespeare, los demócratas en activo queman el teatro

Imaginemos que a un director de cine de esta vigorosa democracia se le ocurre acudir al Ministerio de Cultura en demanda de subvención para una película con el siguiente argumento: un ex boxeador regresa a su aldea de origen con el propósito de casarse con una señorita huraña, a la que incluso el casamentero califica como «solterona» y que, mujer muy apegada a las tradiciones, no admite el trato mientras su hermano le retenga la dote, pues es uso en las sociedades bien ordenadas que el hombre administre los bienes de la mujer. Después de soportar con estoicismo algunos desplantes, el boxeador acaba cansándose, y poniéndose el mundo por montera, coloca en su lugar con mano firme, dura en algún momento, a la solterona y a su hermano fanfarrón. Se trata de un vago eco de «La doma de la bravía» con muchas novedades muy ricas en colorido y llenas de sabor, y a esto debe añadirse que a lo largo de la película todos los personajes (excepto las mujeres) beben y fuman continuamente; que los sacerdotes cristianos que aparecen son honorables, simpáticos y muy comprensivos; que, por el contrario, no aparece ningún homosexual ni actor argentino, y en uno de los momentos épicos de la película, cuando el boxeador le demuestra a la señorita quién manda en casa, una humilde mujer del común le aporta una vara porque la mujer necesita palo cuando se desmanda y el marido no debe lastimarse la mano al corregirla.

Imaginen ahora la reacción del Ministerio, desde el conserje hasta la ministra del ramo: «¡Apunten en la lista negra a ese machista! -gritaría la Martínez (¿o es González?) Sinde, como Víctor McLaglen le ordenaba a su inseparable espolique- ¡con una X bien grande!». Y es que no es para menos, ya que se trata de una película machista, tabaquista, alcohólica llena de tipos brutos y de mujeres sumisas y, en resumen, reaccionaria por donde quiera que se la mire. Y no obstante, y a pesar de ello, la segunda cadena de la TV del Gobierno más «políticamente correcto» de Europa proyectó la película «El hombre tranquilo» de John Ford a las diez de la noche durante las pasadas Navidades y no hubo escándalo ni censura. ¿Por qué? Porque se trata de una película clásica y de una obra maestra, y los clásicos, gracias a Dios, disfrutan de determinados privilegios muy de agradecer. Hoy no se hubiera podido filmar «El hombre tranquilo», y si se estrena «Coriolano» de Shakespeare, los demócratas en activo queman el teatro. Pero ser reconocido como clásico concede cierta extraterritorialidad: no se le reprocha (aún) a Homero que haya escrito sobre la guerra sin condenarla, a Dante su apología de la religión, a Shakespeare su defensa de la restauración del orden y su antidemocratismo, a Quevedo su antidemocratismo y su antimulticulturalismo, a Goethe su elitismo. Incluso en épocas más recientes no se repara en el antiseparatismo de Unamuno o el antisocialismo de Baroja. Por lo menos, por lo menos, ser clásico es (de momento) una protección frente al nuevo Laico Oficio, frente a la barbarie prohibicionista de la corrección política totalitaria.

La Nueva España · 7 enero 2011