Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Fernando Vela y José Díaz

Ambos fueron tan «modernos» que hoy, según el autor, resultan viejos y decrépitos

Se habla estos días del Partido Socialista catalán y de Fernando Vela (del último, en un ámbito muy local y efímeramente, temo). Ambos, Vela y el socialismo catalán, se parecen en que, disponiendo del original, ¿qué valor tiene la copia? Los separatistas prefirieron votar el separatismo fetén al oportunismo de Montilla. En otro orden, teniendo la obra de Ortega a disposición, ¿existe algún motivo para leer a Vela? Independientemente de los valores intelectuales y literarios de Vela -indiscutibles-, el periodista ovetense vivió tan demasiado a la sombra de Ortega que acabó difuminado.

Nunca pasó, ni quiso pasar, de ser un expositor, un divulgador. Era, como le calificó Julián Marías, «el hombre que no quiso darse importancia», y eso le honra. Por lo que no se debiera exagerar a propósito de un escritor muy de segunda fila, que además había asumido con mucha resignación su condición de secundario. Vela, en realidad, era un aduanero ilustrado que tal vez encontraba que el mundo de la cultura le quedaba algo grande. Por eso escribía con mucho cuidado, procurando afirmar su solidez intelectual y con carencia absoluta de sentido del humor. Entre los chispazos de ingenio de Ortega y el severo fraseo de Vela hay bastante distancia. Vela escribía con buena prosa, pero sin el nervio y el humor del mejor ensayista asturiano de su generación, Ramón Pérez de Ayala. Éste se reía de sus arcaísmos. Vela, que, en cambio, era lo que el profesor Melón calificaba como «un beatín de la cultura», era incapaz de ironizar con lo que consideraba importantísimo. Era demasiado serio, y, a la larga, la seriedad resulta aburrida.

Los intentos recientes de resucitar a Vela han fracasado. Lo mismo sucede con su coetáneo José Díaz Fernández, otra víctima del orteguismo (Ortega, como teórico de la literatura, era nefasto: ¿quién lee ahora a Benjamín Jarnés?). La meritoria edición de J. C. Mainer titulada «Inventario de la modernidad» (1983) llevaba plomo a sus páginas. El gran problema de Vela es que fue demasiado moderno. Pero la «modernidad» es efímera, y mucho más la de los años veinte, la época más «moderna» del atribulado siglo XX. ¿A quién le interesa hoy la «poesía pura» o las orientaciones de la filosofía de aquellos años? Todo aquello está ya muy pasado, e inevitablemente repercute en el divulgador.

Puede parecer sorprendente que habiendo escrito bastante sobre cine, nunca se le cite: se debe a que no escribía de cine entendiéndolo como «cultura». Y sus «prosas poéticas» son de una cursilería abrumadora.

No obstante, fue un gran periodista. Algunos de sus artículos, los menos dependientes de la actualidad «cultural», o, digamos, de la «modernidad», son magníficos. Cuando describía, no para que le leyera Ortega, sino el público en general, lo hacía muy bien, y así nos cuenta las aventuras del grano de pimienta, la muy francesa historia del cognac, las ceremonias del té en el Japón, el noventa cumpleaños del saxofón o la importancia histórica de vándalo Genserico.

Estos ensayos son, a la manera inglesa, glosas de libros: de la «Historie de cognac», de Delamian, de «Genserio, roi des vandales», de Gautier, de «Lujo y capitalismo», de Sombart, etcétera. Algunas de sus apreciaciones son importantes y lúcidas: «Desgraciadamente, la barbarie es prácticamente inmutable; la civilización, por esencia, evoluciona más o menos rápidamente cuando alcanza su punto culminante y como organismo vivo que es, camina del nacimiento a la muerte». O bien, en «Eugenesia y racismo»: «No entiendo por qué los hombres "progresivos" se adhieren rápidamente a la eugenesia y en cambio rechazan por reaccionaria la teoría de las razas, que el nacionalismo alemán está poniendo en práctica».

Veía claro Vela que eugenesia y racismo, y sus afines el aborto y la eutanasia, obedecen al mismo proyecto de «ingeniería social». En el artículo sobre Genserico nos recuerda que la caída del Imperio romano obedeció a la «bolchevización del ejército». Como a los romanos de la decadencia no les apetecía empuñar las armas, lo hacían los bárbaros en su lugar, que no tuvieron necesidad de invadir Roma: ya estaban dentro. Por esta parte de su obra, en mi opinión, habría que recuperar a Vela; no por donde es inútil.

He citado arriba a otro asturiano, José Díaz Fernández. Tampoco hay manera de recuperarle, aunque se ha intentado. Su problema es el mismo que el de Vela: la modernidad. Ambos fueron tan «modernos» que hoy resultan viejos y decrépitos. No hay más que leer las crónicas de Díaz y las de Pla sobre la Revolución de Asturias para comprobar el abismo que separa a ambos. Pla escribía lo que veía y nunca le importó la «modernidad» un comino. Por eso es para todas las épocas, en tanto que Díaz y Vela se difuminan, se han difuminado, inexorablemente, irrecuperablemente.

La Nueva España · 16 diciembre 2010