Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

La sopa asturiana

José Pla afirmaba que este alimento define el carácter y la cultura de un pueblo

José Pla era un gran entusiasta de las sopas. Incluso estaba medio convencido, nunca del todo porque había leído con provecho a Montaigne, de que las sopas definen el carácter y la cultura de un pueblo, en lo que coincide con Álvaro Cunqueiro, que reconocía que no es lo mismo un pueblo de sopistas, comedores de cocidos, bebedores de cerveza y secuaz de la protesta que otro de los papistas consumidores de fritangas y bebedores de vino. Para Pla, los españoles, si aspiran a civilizarse, «tendrían que comer sopas, grandes platos de sopa, ríos de sopa, como los campesinos europeos, de legumbres verdes o secas, con leche que supliese la mantequilla, suculentos». Lo que es más estimable que el programa del boticario de mi pueblo, que una vez fue a Inglaterra para refutar a la Pérfida Albión en sus fuentes en nombre del nacionalcatolicismo y volvió converso, después de haber descubierto que la civilidad de los británicos procedía de que tomaban té a las cinco de la tarde: razón por la que él se lanzó a abusar de esa infusión todos los días y a comer cebada los viernes.

La sopa, cualquier tipo de sopa, es muy preferible al té, el cual empezó a entrar en Inglaterra en el siglo XVII confundiéndose con el vino y sin producir el menor entusiasmo a Samuel Pepys, que prefería el vino. Pla reprochaba a la cocina peninsular que no ofreciera grandes sopas, y durante una de sus descubiertas por Asturias repitió el reproche. Estoy de acuerdo con él en que califique a la sidra de «líquido» y que asegure que la fabada, a la tercera cucharada, es como si empedrara el cielo de la boda, pero no en que en Asturias no hay sopas apreciables. Las hay, y excelentes. La mejor, desde luego, la de cocido, que es universal, quiero decir, propia de todo el norte de España a partir de Madrid. Algunos prefieren la sopa al cocido, y yo me encuentro entre ellos. Por eso, no entiendo el fundamento histórico del cocido maragato, cuya cátedra rige Maruja Botas en Castillo de los Polvazares, y que empieza por el compango, sigue por el cocido y termina con la sopa, debido a que durante la francesada se comía primero lo sólido por si llegaban los napoleónicos a destiempo y había que levantar el campo, dejándoles en el puchero lo líquido. Mas yo me quedo con lo líquido del cocido, razón por la que, cuando pido su versión maragata en el Asador de Abel, donde lo preparan tan bueno como el de Castrillo de los Polvazares, le sugiero que lo empiece por la sopa, tal como es norma a este lado de la cordillera Cantábrica y se sirve tanto en Liébana como en Asturias.

Otra sopa, de condición más local, es la de hígado, que se hace en los días otoñales e invernales de la matanza, con el hígado fresco del cerdo, pan y un punto de picante, sólida, fuerte (como corresponde al rigor de la estación) y de sabores plenos, magníficos. Una poderosa y verdadera sopa que mejora y supera a cualquier otra sopa que se le puede poner delante. Pla, sin duda, no la conocía, porque durante mucho tiempo estuvo reducida al ámbito de la cocina familiar y casera, y ahora que por prejuicios higienistas no se permite la matanza del cerdo en los caseríos, ni hay caseríos, pasa a algunas honestas casas de comidas de la comarca oriental. En Cangas de Onís la preparan en El Puente Romano en temporada, y en Sevares la ponían muy bien en el restaurante Calvo, que cerró después de la muerte de Aquilino, una pérdida para sus amigos y para la buena restauración de la comarca.

De las sopas de pescados, la más suntuosa es la caldereta, a manera de bullabesa del mar Cantábrico, que a veces no llega a sopa por el exceso de materiales sólidos que entran en su composición. Para mí, la sopa es fundamentalmente caldo. No concibo las sopas secas, como estaban empeñados en servir el pote en algunos establecimientos cuando quisieron inventar un improbable «pote de Antroxu». Eso de poner un poco de verdura en el plato, dos fabes y muestras dispersas de compango, y comerlo con tenedor me parece una tomadura de pelo. Dicen que es «deconstrucción», cuando más bien se trata de defenestración. El pote, lo mismo que la fabada, son platos de cuchara. No se puede comer el pote con tenedor como si fuera arroz.

Me acerco a Pola de Allande para visitar a Antonín en La Nueva Allandesa, uno de los mejores restaurantes de la comarca occidental: La Nueva Allandesa, en la montaña, y Casa Consuelo, en la costa. Antonín está muy contento por la mucha afluencia de peregrinos jacobeos, de todas las naciones del occidente cristiano (alemanes, franceses, italianos, ingleses), como en los buenos tiempos medievales. En Pola de Allande hubo un hospital importante con todo lo que representaba: parada y fonda. Ahora la parada y fonda de La Nueva Allandesa es inmejorable. Comer allí es entrar en el dominio gastronómico del hermano cerdo y percibir toda una sinfonía de sabores cárnicos. Empezando por el pote y siguiendo por el picadillo, el lomo, el cachopo, etcétera, etcétera, se puede llegar como en una nube a la gloria, al Pórtico de la Gloria, meta de los peregrinos, los cuales se entusiasman, y no es para menos, con la «sopa asturiana». Le pregunto a Antonín en qué consiste tal sopa y me contesta que es el pote. Una formidable adquisición tanto jacobea como asturiana, que ya es conocida al otro lado de los Pirineos, gracias a que su recuerdo acompaña a los peregrinos, junto con las gracias recibidas del Apóstol. En efecto, el pote es una sopa. Una sopa excelsa, que desde el siglo XVIII nutrió a los asturianos con eficacia y de manera contundente.

La Nueva España ·29 octubre 2009