Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Taramundi

Las comunicaciones han hecho posible llegar razonablemente bien y disfrutar del territorio

Hasta no hace mucho, Taramundi era poco menos que el otro mundo para los asturianos ilustrados; porque para la gente fetén de mi pueblo, donde no existe otra geografía que la Villa y México, todo lugar alejado y remoto resulta inconcebible. Ir a Taramundi antes llevaba su tiempo y exigía un esfuerzo notable. En la actualidad, las comunicaciones han mejorado muchísimo. No digo que a Taramundi se llegue de un par de saltos, pero se llega razonablemente bien, por una carretera con buen firme, las curvas inevitables en un territorio escabroso, y con las señalizaciones, oh milagro, no modificadas, tachadas o sencillamente destruidas por la barbarie asturchale. Se nota que nos acercamos a Galicia, donde no he percibido muestras de esta barbarie delincuente, hacia la que existe una tolerancia suma. Pues, tratándose de cuestiones relacionadas con la carretera, no tengo noticias de que alguna vez se le haya quitado el carné de conducir a un motorista por conducción temeraria ni que se haya detenido y juzgado a ningún asturchale por alterar o destruir los carteles indicadores de tráfico. Para ir a Taramundi desde Vegadeo, parten dos carreteras: los que entienden recomiendan la segunda, la que se toma en el centro de la villa, con una indicación a Bres y Taramundi.

Hacemos parada en Vegadeo. Hay dos o tres edificios en la parte central algo echados hacia atrás, en los que parece que falló la plomada. Entramos a repostar en el céntrico Bar Alameda, donde con las consumiciones nos sirven unos diminutos largueros de «desarme»: garbanzos con bacalao y espinacas, como si estuviéramos en Oviedo el 19 de octubre. El bocado es sabroso. Un cliente en el extremos de la barra nos dice:

-¡Qué mano tiene esa mujer para la cocina!

Una chica morena y agradable que actúa detrás de la barra se ruboriza un poco. El cliente, por su parte, ha conseguido lo que se proponía, entablar conversación. Es Matías, de Tineo, vendedor de «carajitos», los dulces emblemáticos de Salas. Me pregunta, acto seguido, de dónde soy yo; le contesto que de Sevares: también conoce Sevares y Cangas de Onís. Hizo la «mili» en el cuartel del Milán, donde coincidió con otro tinetense ilustre, Marcelo Conrado, que estaba muy «enchufado». Hombre trabajador y afable, le deseo mucha suerte y buenas ventas. Los «carajitos» lo merecen.

La carretera, ya queda dicho arriba, está en buenas condiciones. Se suceden, a lo largo de ella, aldeas diminutas de aspecto triste, algunas de sólo tres o cuatro casas y otras, como Chao de Leiras, no se ven y no sabríamos de ellas si no fuera por el cartel indicador: se llaman las aldeas Cereigido, Fabal, Ouria (en una curva), Entorcisa: un indicador señala Salgueiro, hacia el valle. Bres parece de mayor entidad, se encuentra sobre la carretera y se aprecia una iglesia oscura, de buenas proporciones. Después viene Aguillón y, finamente, Taramundi.

El paisaje es de lomas grandes cubiertas de arbolado que descienden hacia el río formando valles estrechos, de cabazos, de ermitas humildes, de ganados pastando en prados jugosamente verdes, de techumbres de pizarra, de pinos (y bastantes eucaliptos, todo hay que decirlo, entre grandes masas de castaños, de robles, de abedules), de caballos sueltos y de niebla. La niebla no acaba de despejar, se ha aferrado a los altos y deja sobre el valle una luz tamizada y melancólica.

El pueblo de Taramundi está en un descenso de la carretera, detrás de una masa arbórea; sobre las copas de los árboles se eleva la torre alta, cuadrada, geométrica, de la iglesia, a la entrada y en alto: es grande y rectilínea, con cierto aspecto monacal y quién sabe si vocación escurialense. Y después, el pueblo, cuesta abajo o cuesta arriba, según se suba o se baje, reunión de dos calles en la zona que podemos considerar como el centro, en la que se encuentran los principales establecimientos hosteleros y un poco más abajo, la sucursal de la Caja Rural. A pesar del incremento turístico de los últimos años, Taramundi no ha perdido su aspecto rural, aunque sus restaurantes y hoteles no desmerecerían en una ciudad. Además de la carretera que nos trae desde Vegadeo, que en Bres confluye con otra que, partiendo también de Vegadeo, pasa por los Oscos, otra carretera sale hacia Pontenova, en la fronteriza provincia de Lugo. En la plaza en declive, donde se reúnen la carretera que viene de Vegadeo y la que va a Pontenova, nos aguardan María Uría, elegante como de costumbre; Fran Serrano, vestido de cazador africano, y Santiago González del Valle, en mangas de camisa. Comemos en Casa Petronila, allí mismo: un comedor amplio con los ventanales inundados de los verdes apagados del valle y un menú sabroso: el caldo de Taramundi, versión ligera y agradable a base de patatas, verduras y chorizo, carne asada muy fina y requesón con miel. El trato permite que nos sintamos como en nuestra casa.

Lourido se encuentra cuesta arriba, a 800 metros de Taramundi. Por la carretera ruedan erizos de castañas anunciadoras del otoño que comienza. Lourido es un conjunto de cinco casas, dos cabazos y bosques, a trescientos metros de altitud, en el corazón de la paz y el sosiego. Los prados verdes descienden hacia el valle por donde va la carretera; sobre nosotros, en una loma cubierta de árboles, está Piñeiro, con sus casas de lajas y techos de pizarras; al frente Valín y Llan, un poco más allá, Nio y, al fondo, Les, en el oeste lejano. El paisaje es de una gran uniformidad verde y gris, el verde de los pastos y los bosques y el gris de las aldeas, entre las que destaca, no sé si disonante, una única casa pintada de rojo. Una brisa suave pasa entre las ramas de los castaños: es el sonido, junto con las esquilas de las vacas, que se puede escuchar aquí. Santiago ha reconstruido dos grandes y nobles casa de piedra, un pajar y un cabazo. En el interior de la casas, toda clase de comodidades, respetando la estructura antigua. Cae la noche y caen las primeras hojas del otoño, caen las manzanas y entra la noche negra y solemne. Debe de ser maravilloso ver desde aquí, cuando despeje la niebla, el cielo estrellado.

La Nueva España ·8 octubre 2009