Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Besullo

Viaje a una tierra que fue de labranzas en la que nació Alejandro Casona

La carretera a Besullo empieza a subir desde el casco urbano de Cangas del Narcea. Es carretera empinada y de mucho arbolado; entre árboles se ve un retazo de la cúpula del monasterio de Corias, ilustre en Asturias, que ahora se va a trasformar en hotel: sic transit gloria mundi. Los viejos focos de cultura y espiritualidad sólo sirven ahora para albergue de turistas, y ni tan malo, porque si no se caen. A ambos lados se suceden pinares cuyas copas llegan hasta la carretera, de manera que en una curva vemos el valle por encima de los pinos. Más adelante aparecen los castaños y los robles. Todo está muy verde, porque éste fue un verano de mucha agua, y la vegetación frondosa anuncia un otoño dorado y exuberante. En esta ladera no se ven rastros de presencia humana, ni casas ni cercas, sino árboles: a lo mejor, a ello se debe que haya tantos árboles. Pasamos el alto de Santa Ana, a 710 metros, y la carretera continúa subiendo. El punto más alto es Carcedo, con algunas casas a los dos extensos valles, y a partir de aquí la carretera empieza a descender, abriéndose en amplia panorámica a un vasto valle cerrado por colinas terrosas y vegetales sobre las que se encuentran algunas aldeas: al fondo del valle se divisa una carretera asfaltada. Esta ladera está más habitada que la del lado de Cangas del Narcea: a la izquierda se desvía una senda que conduce a Araniego, que tiene nombre de braña. Paraxas, que suena más o menos como abrazas, fórmula de siete letras que son cifra de los poderes secretos y espirituales que rigen el cosmos y nombre secreto y mágico de Dios, está en la carretera, con bar abierto y el caserío dispersándose ladera abajo, y más adelante, a la izquierda Faedo y a la derecha Limares. Conforme nos adentramos en el valle, el aspecto es más sombrío. Noceda está en la carretera también, en hórreos y tejados de pizarra, y un poco más allá, la carretera desemboca en Besullo, el pueblo más grande e importante del valle, que conserva en buen estado su condición rural. Se apiña al lado del río Arganza, «con buena ventilación aunque cercado de montes», según el diccionario de don Pascual Madoz. El caserío es de tejados de pizarra y hay algunas casas de buenas proporciones y un par de tres piedras heráldicas: delante de una casa en la calle principal vemos un banco con amortiguadores. La iglesia es grande, de paredes blanqueadas con cal, bajo la advocación de San Martín, el santo más presente es la toponimia asturiana (de lo que está muy contento mi amigo Martín Caicoya). Inicialmente fue monasterio de benedictinos: en la actualidad, las casas llegan casi ante la entrada principal, se conoce que tal vez haya sido una sutil faena de los secuaces de la Protesta contra los papistas.

Al fondo del valle se divisa una ermita de piedras grises que parece un depósito de agua, y de los montes que rodean el pueblo cuelgan Forneilles y Triello. Una fuente incrustada en una casa lleva la fecha de 1883. El casco urbano está salpicado de hórreos y paneras que certifican que ésta fue tierra de labranzas, y entre las curiosidades del pueblo figura un mazo o machuco, resto de una primitiva metalurgia hidráulica. Por todas partes hay efigies de Alejandro Casona y alusiones a su nacimiento allí. Los vecinos están muy contentos de que hubiera nacido en su pueblo, se conoce que no lo leyeron.

En Besullo no hay donde aparcar: coches por todas partes, debido a que se celebra un curso sobre apicultura. Un vecino me pregunta si soy familia de no sé quién; le contesto que no. Entonces me pregunta si es la primera vez que voy a Besullo, el caso es entablar conversación. Vine alguna vez, le digo, pero hará cuarenta años que no he vuelto. Se llama Antonio y tiene el colesterol alto; le recomiendo que no se preocupe por esas cosas, propias de gentes de ciudad. Lo que pasa es que con la Seguridad Social y tantas películas de médicos y hospitales como ponen por la televisión, la jerga sanitaria llega a todas partes. Antonio tiene aspecto saludable y de buena persona: sólo toma café con leche.

Besullo cuenta con tres bares abiertos, lo que indica, junto con las paneras, que se trata de un pueblo culto y rico. El de la entrada, con un indicador de la parada de los Alsa, es de un agradable aspecto de bar de pueblo de los de toda la vida, pero no hay nadie a ninguno de los dos lados del mostrador. Otro bar tiene dos puertas y el camarero es joven. Entramos en el rotulado La Panera, en el centro del pueblo, donde, para que no haya dudas, hay una panera encima y en la fachada una lápida con unos cursilísimos versos del autor favorito de la localidad, en los que el señor maestro compara el hórreo con un dolmen, erudita metáfora de Enseñanza Primaria. La dueña, hija de Antonio, nos dice que no da de comer, pero si nos conformamos con unos huevos fritos con patatas fritas y unos embutidos... ¿Qué mejor menú? Los huevos fritos supieron a gloria; las patatas, fritas en sartén, eran de categoría, porque en Besullo debe haber buena patata: no quedó ni una en el plato. Y en cuanto al embutido, magnífico, curado en la alta montaña, si no de Tineo, como el del pote de Casa Conrado, según proclama el gran Saturnino, de la de Cangas del Narcea, que está más arriba. El chorizo, oscuro, compacto, con un fondo picante muy agradable. El jamón, cortado como Dios manda. Y la cecina, de mucha dignidad y sabor. Así que comimos muy bien, aunque no hubiera menú. De postre, frutas del tiempo. No perdí el tiempo, no, en este retorno a Besullo, en el que encontré un pueblo muy bello, con algunas cosas magníficas, y la mejor de todas: todavía no maleado por la especulación y la modernidad.

La Nueva España ·13 agosto 2009