Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Javier Cuervo

El testamento del hombre que logró ser escritor

José Ignacio Gracia Noriega quiso hacer una entrevista de balance vital que sentía que iba a ser la última

En los años ochenta a José Ignacio Gracia Noriega cualquier sombrero le quedaba pequeño. El pasado mes de junio las gafas le estaban grandes. Había venido al periódico buscando al subdirector Evelio Palacio. No estaba bien, corazón, otra vez. Al final, me dijo: “podrías hacerme una de esas entrevistas tuyas". Acepté de inmediato hacérsela más adelante pero en unas horas decidí entrevistarle antes de irme de vacaciones.

Muchos años después volví a una casa que era otra para ver a un hombre distinto que iba a darme la última versión de su vida. Yo no lo sabía pero él sí. Su chalé biblioteca de Sevares era un continuo alfabético de libros por doquier, rincones de lectura interiores y exteriores y tres espacios para su grafomanía. Manuscribía encastrado en un rincón poco más ancho que la ventana de una hoja, en una mesa camilla, de espaldas a una estantería en cuyos anaqueles estaban las agendas en forma de libro de los años ochenta en las que había ido escribiendo centenares de cuentos que están inéditos. En la misma habitación, tenía una mesa de despacho con unos cajones profundos que abrió para enseñarme el perfecto orden en que guardaba sus ensayos literarios inéditos que consideraba obra cerrada y coherente. El bajocubierta también cobijaba un escritorio preelectrónico completamente dotado. En el salón, entre novelas nada contemporáneas, el televisor era una pantalla para su déja vu cinéfilo.

Yo quería entrevistarle y el testar y los dos quedamos satisfechos del resultado. Su resumen final era que había logrado lo que habla querido: ser escritor Y lo había hecho acompañado de una buena mujer: Covadonga. Lo decía con la voz debilitada y el tono anímico bajo que le había quedado a aquel hombrón de timbre fuerte y fuelle ogruno.

La forma en que hablaba de que estaba pagando los excesos de un día daba a entender que estaría dispuesto a negociar algún tiempo más a cambio de una parte de lo bailao. Desatendió mis comentarios optimistas, infundados y sinceros sobre su recuperación. Creí que le pesaba la depresión que sigue a los infartos.

Dejé Sevares con una sensación crepuscular del escritor que tantas veces había contado la estancia de Peckinpah en Llanes.

La Nueva España · 8 septiembre 2016