Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

El hombre que leía a Voltaire

La vida de un político de amplias lecturas que respondía a los ataques con astucia

José Posada Herrera nació en Llanes el 31 de marzo de 1814. Su padre, Blas Alejandro Posada, era coronel, había participado en la guerra contra los franceses y fue perseguido en 1823 por los absolutistas. La situación económica de la familia no era boyante, además de ser numerosa. José, el último de los hermanos, empezó a estudiar Latinidad, Humanidades y Filosofía en el convento de los benedictinos de Celorio y, según Constantino Suárez, recibió algunas clases de inglés, economía política y derecho público de su cuñado el exdiputado Francisco Fernández de Córdoba; o sea que, en lo que a su formación se refiere, encendía una vela a Dios y otra al mundo. Al fin, su padre consiguió que su poderoso paisano el cardenal Pedro Inguanzo y Rivero, arzobispo de Toledo, lo llevase consigo como "familiar", lo que le garantizaba un futuro eclesiástico prometedor. Mas el arzobispo tenía la excelente costumbre de recorrer todas las noches el palacio por si quedaba alguna luz encendida y, viendo un resplandor en la habitación que Posada Herrera compartía con Castillo Jovellanos, irrumpió de golpe y encontrando a ambos jóvenes leyendo un libro, gritó: "¡Te pillé!", según la viva descripción que Sosa Wagner hace el acontecimiento; porque el libro no era una obra piadosa o de rezos, ni siquiera una novelita inocua, sino del impío Voltaire, ni más ni menos, aunque no fuera uno de los libros más peligrosos del francés, sino el "Commentaire sur le livre des delits et des peines par un avocat de province", glosa del tratado de Beccaria sobre los delitos y las penas. No se trataba de una obra doctrinal, sino jurídica, pero el nombre de Voltaire bastaba, por lo que Inguanzo decidió expulsar en aquel mismo momento al pupilo de su lado, aunque la gran clemencia del purpurado, digamos remedando a Saift, consintió que el joven pudiera dormir aquella noche en su lecho, poniéndole en la calle con las primeras luces del día siguiente y sin viático para el camino. Es curioso consignar aquí que José del Campillo, siendo joven, abandonó a pie las montañas de Alles y no paró hasta llegar a Sevilla. Posada Herrera siguió una ruta contraria de Sur a Norte, hasta volver a Llanes. Imaginemos ahora qué habría sido su vida de no haberlo sorprendido su tutor aquella infausta lectura nocturna. Tal vez no estaríamos escribiendo este artículo o lo estaríamos escribiendo sobre otro Posada Herrera, porque el mozo era despierto y no es difícil que hubiera hecho una buena carrera eclesiástica. Lo imaginamos durante su estancia en el Vaticano como embajador, asistiendo a aquellas suntuosas ceremonias y preguntándose, tal vez, si en lugar de asistir a ellas con el Cuerpo Diplomático, no podría encontrarse en primera fila, con los cardenales, como había estado su airado tutor muchos años atrás.

El joven Posada Herrera perdió Toledo, se apagó la vela encendida a Dios y se dejó guiar por la que le conducía al mundo. Concluyó los estudios de Derecho en Oviedo, en 1832, después de que se volvieran a abrir las universidades cerradas por Fernando VII. Durante algún tiempo ejerció la abogacía y desempeñó el cargo de secretario de la Sociedad Económica de Amigos del País al tiempo que la cátedra de Matemáticas que esa sociedad sostenía en la Universidad de Oviedo. Perteneciente al Partido Progresista, en 1840 obtiene acta de diputado y el 4 de mayo de 1841 su discurso en las Cortes sobre una regencia trina con motivo de la minoría de edad de Isabel II le proporciona notoriedad: como buen liberal, entendía que el poder, cuanto más compartido estuviera, era mejor. En muy pocos años adquirió nombre como parlamentario culto y preciso, capaz de citar a Shakespeare y de citar de manera exacta cualquier concepto jurídico o de desarbolar al contrario con su ironía fina e incisiva. Es verdad que a veces hacía leña del árbol caído, como en su etapa de Olózaga después de haber sido destituido éste; pero como "no daba puntada sin hilo", según se dice, esta inesperada salida le permitió salir del Partido Progresista para incorporarse al Moderado. En esta época fue secretario del Congreso de los Diputados, de 1834 a 1844. No por la ocupación política dejó de dedicarse a la enseñanza, publicándose en 1843 sus "Lecciones de Administración", fundamentos del derecho público en España. También publicó otras obras como "Relaciones de la Legislación con la Política", su discurso de apertura de curso de la Academia de Legislación y Jurisprudencia en 1864. Y otras de sus obras se han publicado más de un siglo después de su muerte, como "Veinticinco discursos y un prólogo", a cargo de su biógrafo y mejor conocedor, Francisco Sosa Wagner.

En su notable carrera política ocupó los cargos de miembro del Consejo Real, ministro de la Gobernación con O'Donnell, embajador en el Vaticano, presidente del Congreso, presidente del Consejo de Estado y presidente del Consejo de Ministros, que es como propiamente se denominaba al jefe del Gobierno y como debería denominarse ahora a ese cargo y no "presidente" como en la actualidad, para dar la impresión de que estamos bajo una "monarquía coronada". De estos altos cargos, por el que más se le recuerda es por el de ministro de la Gobernación, gracias al cual recibió el sobrenombre, no del todo elogioso, de "Gran Elector", ya que era un verdadero artista del "pucherazo" o arte de amañar las elecciones; pero como dice Sosa Wagner, esa función entraba en el sueldo de los que ocupaban ese Ministerio. Por otra parte, era muy dado al diálogo y a la componenda, hasta el punto de que, según Sosa Wagner, de haber sido político de esta época, habría pertenecido a UCD, ya que había empezado como progresista y acabó como moderado. Pero a pesar de sus vaivenes y oportunismos no renunció a su base liberal. Un liberal de su tiempo que responde de aquello que proceda del liberalismo y no de otras cosas, según proclama en el discurso del 29 de mayo de 1866: "Los que de liberales blasonamos y el liberalismo defendemos no somos ni podemos ser responsables de otras cosas sino de las que tienen relación con la época moderna, desde las Cortes de Cádiz hasta ahora".

A diferencia de tantos jefes de Gobierno indoctos como padecimos en este reino, y nada digamos de las repúblicas, Posada Herrera, como Castelar, como Cánovas, como Maura, era hombre culto, de muy amplias lecturas. Se cuenta que siendo Menéndez Pelayo poco menos que un niño, le regaló un tomo latino con poemas de Catulo, Tibulo y Propercio. Por su trayectoria política fue muy discutido; Cristóbal de Castro lo considera "hombre de equilibrio y balancín". A los ataques respondía con la astucia. "Posada Herrera es el hombre que sonríe", añade Castro. Y aunque como orador no se le reconocía elocuencia, "su palabra va recta como un dardo para herir al adversario en el corazón", según Linares Rivas (citado por Co. Suárez). Sosa Wagner lo resume: "Irónico, cultivaba la distancia, el humor socarrón, fue un hombre culto, de feliz memoria, un hombre atento a lo que ocurría en Europa...". Una clase de político cuyas virtudes se han perdido (y se conservan sus vicios).

La Nueva España · 31 marzo 2014