Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

William Faulkner en su faceta de crítico

El mundo del escritor sureño conserva todo su vigor a los cincuenta años de su muerte

A los cincuenta años de su muerte, el mundo de Faulkner continúa vivo y vigoroso, para ejemplo y desesperación de los novelistas posteriores, entre los que tuvo muy mala influencia, al menos en España, donde se llegó a creer por imitarle que se conseguían grandes novelas por el excelente procedimiento de escribir frases largas. Todos los Macondos que en el mundo han sido son muy poquita cosa, con la excepción, tal vez, de «Región», porque la imitación que hace Benet del maestro es tan literal que no puede ser otra cosa que humorística, y el humorismo, en literatura, sobrevive. Imitar a Faulkner, en cualquier caso, parece fácil y es imposible: sería como imitar al otro gran William, a Shakespeare.

La lectura de Faulkner, siempre provechosa, siempre apasionante (él aconsejaba a quienes no entendieran sus libros a la tercera lectura que lo intentaran la cuarta), produce euforia y el desasosiego de entender que alcanzó tal altura que no podrá ser superada y que sólo se da en los más grandes: Balzac, Stendhal, Dickens, Dostoiewski, Tolstoi y tal vez Flaubert.

En el siglo XX sólo dos novelistas que se aproximen a la altura de Faulkner, Thomas Mann y James Joyce, a quienes él consideraba como «los dos grandes hombres de mi tiempo», añadiendo que es necesario acercarse al «Ulises» como el pastor bautista lo hacía al Antiguo Testamento: con fe. De los tres, Mann es un epígono del siglo XIX que a veces deriva hacia el ensayismo, mientras que el mundo de Joyce es más reducido que el de Faulkner, aunque no lo sea su imaginación verbal. Pero Dublín es mucho menos como materia novelística que el condado de Yoknapatawpha. No obstante, Joyce y Faulkner tienen en común algo que no tiene Mann, más disperso: acotan un territorio que es suyo propio, personal e intransferible (Faulkner se proclama del pie del mapa de Yoknapatawpha que figura en «Absalón, Absalón» como «su único dueño y propietario»), y ese territorio está lleno de vida, de clamor, de historia y de mito. Faulkner tuvo suerte en España sus obras llegaron desordenadamente, pero entre ediciones en España.y en Hispanoamérica se publicaron todos sus grandes libros y algunos textos menores como «Historias de Nueva Orleans» (que debería titularse «Viejas historias de Nueva Orleans») y otros textos dispersos. Asimismo, se publicó su poesía y hasta un cuento infantil, «El árbol de los deseos». Faltaba una edición que recogiera su prosa no narrativa, cosa que ahora hace el volumen escuetamente titulado «Ensayos & discursos», publicado por la editorial Capitán Swing Libros, de Madrid, con motivo de haberse cumplido cincuenta años desde su muerte.

William Faulkner murió el 6 de julio de 1962 en Oxford (Misisipi) de un ataque cardiaco. Tratándose de uno de los autores que más habían influido en las letras españolas de ambos lados del Atlántico en aquella época, se publicaron con ese motivo numerosas necrológicas en las dos orillas. El uruguayo Onetti escribió un texto coquetamente apresurado en el que reconoce que «lejos, muy adelante de todos nosotros, está Faulkner» y que «dejaría de escribir gustoso si me dieran, en cambio, la tarea de administrarlo» (cosa que, por desgracia, no sucedió). En «ABC», el católico prácticamente José María Souviron publicó un artículo muy emotivo y muy mal informado, en el que reprochaba al novelista que se hubiera olvidado de «la segunda persona de la Trinidad», la cual, añade cristianmunente el necrólogo, «no habrá dejado de ocuparse de ti mientras tú agonizabas». Leyó poco a Faulkner Souviron. En «Una fábula», la segunda persona de la Trinidad es una presencia alegónca casi constante, lo mismo que en la tercera parte de «Réquiem para una mujer». En cuanto al cristianismo, Faulkner opinaba que «se trataba de un código de conducta individual de cada persona por medio de cual ésta se hace un ser humano superior al que su naturaleza quiere que sea si la persona sólo obedece a su naturaleza».

Nos faltaba, para tener a Faulkner completo, una muestra amplia y digna de crédito de su prosa de no ficción, a la que se puede calificar como «ensayística», porque el ensayo a partir de Montaigne es lo mismo que la novela a partir de Cervantes: un saco en el que cabe todo.

Faulkner no era un crítico, pero tenía ideas muy claras sobre la literatura. Una de las más importantes es: «Un autor nunca llegará a ninguna parte adoptando un estilo solo por tener un estilo determinado. Tiene que tener algo que decir». El inconfundible estilo de Faulkner es, más que la envoltura de un mundo complejo, la manera de darle expresión. Sabía muy bien que cuando el carpintero se dispone a construir una mesa o una silla no se preocupa de la forma del martillo, sino de manejarlo de la manera más adecuada. También opina que el mejor aprendizaje para un escritor es leer y hablar con la gente. Viajar para adquirir experiencia le parecía una tontería: «Hornero lo hizo bastante bien sin viajar». Son consejos útiles, aunque a algunos les parezcan anticuados.

Este volumen, acaso para demostrar que no deja ningún texto olvidado, incluye algunos innecesarios, como unas líneas dan-do las gracias a un alcalde, otras sobre la administración de los bienes de su madre o sobre las ardillas de los bosques de su granja. Tenía la costumbre de enviar cartas a los periódicos, que se recogen, y hay discursos de carácter sentimental o más o menos institucional, y su discurso del premio Nobel, uno de los grandes textos literarios y morales del siglo XX: «La voz del poeta no sólo tiene que ser el registro del hombre, puede ser uno de los pilares que le ayuden a resistir y a prevalecer».

La Nueva España · 2 diciembre 2012