Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Amor y odio entre letras y toros

Jovellanos encabeza la lista de intelectuales asturianos antitaurinos, que incluye a Clarín y Palacio Valdés, mientras que Pérez de Ayala y Evaristo Casariego amaban la fiesta

Jovellanos era antitaurino. Da contra la fiesta de los toros una razón muy tonta, que a estas alturas todavía alegan muchos partidarios, como él, de su abolición: «Porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa». No obstante, un contemporáneo suyo, y padre putativo de toda suerte de progresía irredenta, Jean-Jacques Rousseau, afirmó con todas sus letras que «las corridas de toros han contribuido y no poco a mantener el vigor de la nación española».

Otra razón contra las corridas, expuesta también en su «Memoria sobre los espectáculos públicos» es pintoresca y no es exacta: «La lucha de toros no ha sido jamás una diversión, ni cotidiana ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni de todos buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás; en otras se circunscribe a las capitales, y dondequiera que fueron celebrados lo fue solamente a largos períodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y tal cual alguna aldea circunvecina».

De acuerdo con este razonamiento, según él, a los toros no se les puede llamar la «fiesta nacional», porque no se corren en todas partes, sino a lo más en las capitales. Por lo mismo, en Asturias, no en todas partes, se bebe sidra, ni mucho menos se come fabada (que en los tiempos de Jovellanos no se conocía como tal), ni el ansiado AVE es de interés general, ya que beneficia de manera inmediata a los habitantes de las ciudades.

Entre esas provincias en las que la fiesta de los toros «no se conoció jamás», sin duda figurará Asturias, de acuerdo con la opinión del común. No obstante, Jovellanos ofrece una curiosa noticia en relación con la antigüedad de las corridas en la que aparece Gijón (supongo que mi amigo Sirgo, gran historiador de nuestros cosos taurinos, la tendrá anotada): para festejar el recibimiento de Enrique III en Sevilla cuando pasó allí desde el cerco de Gijón, «corrían toros».

Entre los que se suman a la opinión generalizada de que Asturias se encuentra fuera del planeta taurino está la de don Juan Uría Riu, quien en su importante trabajo sobre el viaje de Carlos I por Asturias señala que «la introducción de la costumbre de celebrar corridas de toros en Asturias no fue tal vez muy antigua ni muy popular; y únicamente en la capital y en las villas principales debió serlo. El predominio de vida pastoril en la mayor parte del territorio habrá contribuido a que el pueblo asturiano no haya sido, probablemente nunca, taurófilo».

Pero al día siguiente de desembarcar Carlos en Villaviciosa le dieron una corrida de toros; y otra más en Ribadesella, y en las demás villas asturianas en las que posó, hasta San Vicente de la Barquera. Para disponer una corrida de toros de un día para otro era imprescindible que hubiera ganado bravo y personas habituadas a ponerse delante de los toros, es decir, toreros.

Laurent Vital, el cronista del viaje, relata con todo detalle una de estas corridas, lo que le convierte en el primer «revistero» de la literatura universal y precedente de los numerosos extranjeros que escribieron sobre los toros, desde Merimée a Hemingway, Henri de Montherlant o Jean Cau.

En cuanto a toreros en la época moderna, hubo tres conocidos matadores de alternativa, José Antonio Suárez Iglesias, en el siglo XIX, y Bernardo Casielles, que alternó en los ruedos con Belmonte y Gaona, y a quien Ángel Menéndez dedicó una biografía entusiasta, y aunque no vistiera de luces, Julián Cañedo, «aficionado práctico» que a veces toreaba de corto en festejos benéficos y autor de un notable libro, «De toros», al que puso prólogo Valentín Andrés Álvarez.

Así, pues, tenemos un torero escritor, Julián Cañedo, de Oviedo, y a un escritor taurófilo, Valentín Andrés Álvarez, de Grado, a los que se puede sumar el ovetense Ángel Menéndez, el biógrafo de Casielles, aunque como escritor fuera de talla, por así decirlo, menor. Quiero decir que no escribía bien, pero le gustaban los toros, y consideraba que Casielles «lució genio, estilo, valer y gallardía, con la admiración enfervorizada de multitudes en los ruedos españoles y americanos». Tal elogio viene en la portada de su libro, debajo de la fotografía de Casielles haciendo el paseíllo entre Belmonte y Gaona.

En la nómina de los antitaurinos encontramos a un poeta y dramaturgo del siglo XVII, el avilesino Francisco Bances Candamo, uno de los últimos rescoldos del gran teatro de los Siglos de Oro, a las puertas del antipoético siglo XVIII, que describe la fiesta de los toros de esta forma malévola y escueta:

En una como ciudad,
unos como caballeros,
en unos como caballos
lidiaron unos como ellos.

Antes que Jovellanos, otro ilustrado ilustre (valga el juego de palabras) arremete contra los toros en su severo tratado «España despierta», alegando motivos económicos, pues las corridas, en su opinión, «consumen una buena parte del ganado que pudiera fomentar la labor si se dirigiese para ella», añadiendo don José del Campillo y Cossío que «parece más justo y adaptable a toda buena política y razón de estado se atienda al ejercicio de la labranza, por ser común a todos, que al gusto de los que logran la diversión de la fiesta de los toros o el manjar de la ternera». No sólo era contrario a las corridas, sino proponía dieta vegetariana, de la que sin duda son partidarios muchos antitaurinos del tiempo presente. Añade que se trata de «espectáculos crueles» de los que «se asombran otras naciones» (¡el argumento de marras!) y que «casi toca en el grado de inhumanidad el permitirlas». Sin embargo, no era Campillo un antitaurino radical, puesto que propone sustituir los toros por novillos, con cuya lidia se perjudicaría menos la agricultura.

Clarín y Palacio Valdés, escritores de clara tendencia asténica, no sentían simpatía por la fiesta de los toros, a pesar del ramalazo andaluz de don Armando: pues si uno veía a las vacas apacibles en el matadero, el otro veía a los caballejos en el callejón a punto de ser montados por un picador acorazado antes de salir a la plaza a desparramar los intestinos entre los cuernos y la arena.

El poeta Pepín de Pría era tan antitaurino que consideraba que una plaza de toros en ruinas y tomada por la maleza era signo de alta civilidad. Esta idea está tan generalizada como la de que los toros son una manifestación vergonzosa de la barbarie de los españoles, ignorando (u ocultando) que en la «culta Francia» también se celebran corridas con muerte (no como en Portugal, donde la muerte del toro en la plaza estuvo prohibida), ante públicos entendidos y entusiastas.

Lleguemos, porque el espacio apremia, a un gran escritor y gran taurino, Ramón Pérez de Ayala, gran entendido en toros, gran fumador de cigarros puros y con un perfil parecido al de Juan Belmonte. Pérez de Ayala, autor de «Política y toros», era un belmontista incondicional, lo mismo que otro asturiano, igualmente muy entendido y aficionado, el escultor Sebastián Miranda.

Conviene desmontar con ejemplos el tópico de que en las provincias cantábricas no hay afición a los toros. Hubo en ella enormes aficionados, que a la vez fueron ilustres escritores. Dejando a un lado a Unamuno y Baroja, antitaurinos viscerales, Valle-Inclán era un taurófilo que afirmaba que el teatro español recuperaría su grandeza cuando alcanzara la fuerza trágica de la fiesta de los toros. ¿Quiénes alcanzaron la tragedia en el teatro en el siglo XX? Dos taurófilos, Valle-Inclán y García Lorca. Valle-Inclán era belmontista, como Pérez de Ayala, y en cierta ocasión le dijo al maestro: «Juanito, tu arte es tan sublime que sólo te falta morir en la plaza». A lo que contestó Belmonte: «Se hará lo que se pueda, don Ramón». Y están los santanderinos Gerardo Diego y José María de Cossío. Rafael Alberti confesaba que se había aficionado a los toros en la casona de Cossío, en Tudanca.

Terminemos recordando al potente Jesús Evaristo Casariego, autor de un libro de título más «políticamente incorrecto» que se pueda encontrar: «Romances modernos de toros, guerra y caza». Y recordemos, en fin, algo que Andrés Amorós repite a menudo: sin los toros, la literatura, la música y el arte, no sólo en España, estarían mucho más limitados, serían perceptiblemente más pobres.

La Nueva España · 14 marzo 2010