Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

El esplendor de los hayedos

Desde la ventana de mi gabinete, mientras me dispongo a escribir este artículo, el sol de mediodía, después de un hermosa mañana de niebla, ilumina y calienta la redonda colina de Sorribas, detrás de la cual asoma poderoso el Sueve, con una tira de nubes bajas y alargadas reflejándose sobre la falda del pico Pienzu. Las nubes no cubren la cima, en la que se distingue la cruz, sino que se reflejan sobre ella. Calculo que no tardarán en descender y cubrir las cumbres, para darle mayor aspecto de monte sagrado, de Sinaí interpuesto entre el mar y los valles del interior. Desde mi casa, en primer término, veo manzanos y un hermoso castaño. La colina desciende hasta el valle, donde van paralelos entre sí la carretera, la vía del ferrocarril y el río (por este orden), por lo que al largo e industrial pueblo que se levanta a los dos lados de la carretera se le llama La Carretera, y al que está arriba, Sevares. Sorribas está al otro lado del río, con su palacio y la iglesia un poco más alta, y a mitad de la ladera de la colina, una buena casa de labranza con una ventana a cada lado y la galería en medio. Hasta aquí, por encima del arbolado sobre el río, hay praderas inclinadas por las que trotan caballos y pastan ovejas, y por encima del camino que pasa detrás del palacio y la casa de labranza, empieza el bosque.

Un bosque de robles y castaños, de acebo, tejo y laurel: el bosque sagrado. En un magnífico conjunto de árboles apiñados se juntan el marrón, el hierro viejo, la suave pincelada dorada y el verde, mientras más arriba predominan los marrones, los sienas, las tonalidades terrosas, apagadas y cálidas, y entre esta suntuosa policromía sobresale un verde luminoso y claro. El roble autóctono tiende al amarillo conforme avanza el otoño, mientras el americano se pone rojo. Dentro del bosque se percibe la frescura semejante a la que nos llega cuando entramos en una catedral. El suelo está cubierto de hojas, de castañas, de avellanas, de nueces. Aquí salta una ardilla para esconderse entre la maleza, allá se mueven dos corzos, madre y cría.

Subimos por los montes de Sevares, río Tendi arriba, siguiendo la carretera de montaña que va paralela al río. Desde su culminación en la collada de Moandi nos encaramos a las altas montañas que rodean el gran valle de Ponga. Pasamos bajo Cazo, aldea en una curva, que se aferra a la ladera, y desembocamos en Sellaño, donde el paisaje se abre para dar paso al río. Sellaño es un pueblo de ribera con puente. Al otro lado hay un bar de antigua factura y buena cocina, pero donde resulta difícil comer, porque los domingos está lleno de urbanícolas y los días de semana está cerrada la cocina. En el jardín, ante su casa, una señora lee un emotivo reportaje sobre la Pantoja en una revista cardiaca. Nos pregunta a mi mujer y a mí de dónde somos.

—De cerca -le contestamos.

—¿Cuánto cerca? -insiste.

—De Sevares.

Parece decepcionarse de que seamos de tan cerca. ¿Qué menos que ser de Madrid para ir a comer al bar junto al río?

Subimos hasta Beleño para comer en la fonda. Aquí siempre hay comida caliente y erudición a cargo de Tomás, el dueño, que en esta ocasión se encuentra en Murcia, quién sabe si para estudiar el «cambio climático» y explicar a los murcianos cómo es la nieve. Porque de nieve los ponguetos saben mucho. El pico Tiatordos, que domina Beleño como una divinidad muy remota, está nevado, lo mismo que los montes de alrededor. El comedor tiene una galería encima del río, que las gentes del lugar aseguran que es el verdadero Sella. Comemos el cocido de montaña, que lleva corzo y calabaza, lo que le da una peculiaridad muy agradable. La cocina de esta casa es a la manera antigua, las raciones abundantes, y el precio, sensato. Un matrimonio de Langreo muy amable, encantador, acaba de comer y nos saluda al marchar: charlamos un rato. Después, subimos a los Bedules y al bosque de Peloño a contemplar el esplendor de los hayedos, que bajo las montañas oscuras, salvo las cumbres, que están cubiertas de nieve, forman una explosión de luz y de belleza: todo es amarillo y dorado alrededor, con manchones rojos y verdes, y cuando la carretera pasa debajo de un trozo de bosque, la luz se filtra entre el color de las hojas y la gran extensión dorada nos rodea a un lado y otro del camino. Al final está Viego, en el fondo de un valle como el de Heidi, y detrás se alzan las cumbres nevadas de los Picos de Europa. El sol se retira dejando luces doradas sobre los bosques amarillos. Y aunque el tramo de carretera que llega a Viego está destrozado, ¿quién mira hacia el camino en un crepúsculo de final del otoño? De vuelta a Beleño, el Tiatordos se eleva como una masa oscura y blanca. Atrás quedan los bosques y sobre el caserío de Beleño caen las sombras.

La Nueva España · 27 diciembre 2008