Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Sobre el sentido y el sinsentido nacional

Entre las cuestiones suscitadas, directa o indirectamente, alrededor del libro “España frente a Europa”, de Gustavo Bueno, figura la constatación, no exenta de reproche, de que la izquierda española renunció, en los últimos setenta años, y nada digamos del pasado cuarto de siglo, al sentido nacional, razón por la cual no hubo inconveniente para que socialistas y comunistas “comprendieran” en más de una ocasión el sentimiento nacionalista, e incluso colaboraran abiertamente con él; por ejemplo, Felipe González llegó en alguna ocasión al “consenso” con los nacionalistas para hacer una política antinacional, abandonando con ello las directrices tradicionales del socialismo español, y muy señaladamente del socialismo vasco, que entendía, con buen criterio, que el partido de los patronos y de los sacristanes (en este caso, el PNV) era el adversario natural del partido obrero, y no su aliado circunstancial. Erróneamente, la izquierda derrotada en 1.939 consideró que, al haberse apoderado el bando vencedor de un sentido nacional, sin reparar siquiera en aspectos puramente externos, retóricos y aún folclóricos de la concepción nacional del franquismo, en cuyo contexto se cantaba con aire de desafío:

Yo soy la Carmen de España, y no la de Mérimée.

El poeta León Felipe expresa esa renuncia al cederle quejumbrosamente el vencedor el patrimonio perdido en aquellos versos famosos: “...tuya es la casa, la hacienda, el caballo, la pistola...”. Numerosos poetas expresaron el tema, como el romancero de “la nueva pérdida de España”, y alguno, como José Hierro, llega a desear la muerte de la patria vencida:

Oh España qué triste pareces. Quisiera asistir a tu muerte total a tu sueño completo, Saber que te hundías de pronto en las aguas, igual que un navío maldito.

Mayor renuncia no cabe. Yo mismo puedo aportar una anécdota muy significativa. Al comienzo de lo que llaman “la transición”, el PCE dio su primer mitin en la plaza de toros de Oviedo, haciendo ondear la bandera española en lugar preferente, de modo que se veía desde la calle. Yo me dirigía a aquel mitin en compañía de un veterano militante socialista, Leonardo Velasco, el cual, al ver la bandera, se negó terminantemente a entrar en la plaza de toros. “Lo que esa bandera nos hizo sufrir...”, murmuraba. Es evidente que confundía la bandera de España con Franco. Lo grave del caso es que, otros muchos, incluso en funciones de gobierno, persistieron al la misma confusión.

En los confusos inicios de la transición confluyeron dos tendencias antinacionales de orígenes totalmente opuestos, la de la izquierda antinacional y la de la derecha reformista que pretendía hacerse perdonar su pasado nacional, coincidiendo ambas con el resurgimiento nacionalista, en buena parte alentado, y desde luego tolerado y promocionado, por el gobierno central. Para evitar previsibles males menores se alentó el mal mayor, y de las componendas y claudicaciones de los años setenta, en los que se consideraba como muy “democrático” convivir con los separatismos, se llegó a la situación insostenible y sin salida del País Vasco en la actualidad. En aquel contexto ciertamente confuso fue posible fraguar una constitución que hoy denominaríamos “políticamente correcta” por su imposible propósito de contener a todo el mundo y de reconciliar lo irreconciliable, y que en realidad es claudicante, y, en último término, separatista. El Frente Popular de febrero de 1.936 y la consiguiente Guerra Civil había establecido un extraño pacto de sangre entre los nacionalistas burgueses y los partidos marxistas, hasta el punto de que el dirigente peneuvista Juan Ajuriaguerra llegó a decir que nacionalistas y marxistas habían estado juntos en las mismas cárceles y ante los mismos pelotones de fusilamiento, luego las pasadas rivalidades debieran darse por superadas. De hecho el PNV también había sido derrotado en la guerra de 1.936-1939, aunque no la clase social que lo sustenta. Parece que lo de la “clase social” se olvida frecuentemente, y también que los nacionalistas vascos y catalanes, y socialistas y comunistas por otra parte, eran antifranquistas y se pusieron a la dictadura con más o menos decisión, aunque por diferentes motivos, como si la anécdota se antepusiera a la historia, y la táctica a la estrategia. Ese “consenso” entre PSOE y PNV, y los comunistas y los nacionalistas radicales, se explicaría mal si no fuera por el recelo, y lo que es menos mantenible, aunque en algún momento haya sido explicable, el resentimiento hacia un concepto nacional español.

Un personaje que sólo puede producirse en lugares como España, que ha incorporado el término “cambio de chaqueta” a su léxico político, encarnación de la picaresca política más desvergonzada, Talleyrand de brocha gorda, alto cargo franquista, ministro centrista y, finalmente, ministro socialista, Francisco Fernández Ordóñez, declaró cierta vez, después del excesivo apaño de la creación del “Estado de las autonomías según mandato constitucional” (como repetía infatigablemente Felipe González) que tal evento tenía como fundamento profundo impedir que España se balcanizara. Por los mismos tiempos, el señor Bernardo Fernández, para justificar la multiplicación de la burocracia que tal “Estado” exigía, aseguró que la administración autonómica sería más democrática, aunque, como compensación, también sería más cara, sin ignorar él mismo que la burocracia nunca podría ser democrática, aunque sí se debe procurar que sea más barata y menos molesta al contribuyente.

Un demacrado Duque de Suárez apareció en las primeras páginas de los periódicos y en las pantallas televisivas por motivos particulares al tiempo que las elecciones en el País Vasco arrojaban aquel mismo día el resultado final de su política de debilidad, entreguismo y almoneda nacional. Hombre con un pasado difícilmente disimulable, último Ministro Secretario General del Movimiento, el medroso y asustadizo Suárez temía tanto que los militares y los “poderes fácticos”, todavía sin desmontar, del franquismo, le consideraran demasiado a la izquierda, como que el recién renacido PSOE y la izquierda en general le tuvieran por poco demócrata. El mayor problema de la derecha reformista durante la transición fue su complejo de inferioridad con respecto a la izquierda, a la que consideraba como árbitro de la “elegancia” democrática. No es problema nuevo, por lo demás, ya que afecta en parecida medida a Manuel Azaña y a Adolfo Suárez, y acaso algo menos, a José M. Aznar. A este personaje, Suárez, que por no ser de ninguna parte, se creyó en la necesidad de situarse en el centro, le correspondió convertir la herencia explícita de Franco en una aceptable monarquía constitucional que, en algunos aspectos, y en algunos momentos, llegó a adoptar cierto aspecto de república coronada, siguiendo el principio expuesto por el príncipe Salina en la famosa novela de Lampedusa de cambiarlo todo para que no cambiar nada. Asustado ante el rumor de sables, ante los nacionalismos separatistas y ante el PSOE, Suárez, sin legitimidad moral ni política, sólo acertó a gobernar concediendo y claudicando, acosado por una parte por una derecha cerril y por la otra por un PSOE de logreros, decididos a abalanzarse sobre lo que la demolición de Suárez dejara en pie. La solución al separatismo se creyó encontrar en el campechano “Café para todos”, que el perspicaz periodista Carlos Luis Álvarez describió como una familia de diez o doce vástagos, uno de ellos tarado, y viéndose el padre en la necesidad de comprarles maletas al cojo, de paso se las compró a los demás hijos, para que no se sintieran menos. De este modo se produjo el famoso parto de los montes del Estado de las autonomías (según mandato constitucional), con la complicidad de todos los partidos políticos, tanto los separatistas como los españolistas, considerando éstos que la fragmentación del Estado en diecisiete remedos o caricaturas en muchos casos del gobierno central les daría mayor amplitud de acción, como así sucedió, efectivamente, produciéndose como resultado la exacerbación de los separatismos en las provincias del Norte y la creación de una suerte de PRI dependiente del PSOE en el sur (Andalucía y Extremadura).

Naturalmente, la invención de lenguas inexistentes o la dudosa recuperación de fragmentos de lenguas olvidadas pasó a primer plano como bandera principal de los nacionalismos que brotaban por doquier, y así se reivindicaron como lenguas de cultura y de acción política o sólo el gallego y el catalán, sino también el vasco, el bable, el cheso y el panocho, convenientemente subvencionados por la administración central, lo que dio lugar al razonado lamento de cierto prohombre de Valladolid, dolorido porque su país no había podido exhibir lengua propia y reivindicable. El estado central, tanto gobernado por el partido de centro izquierda como por el de centro derecha, es el responsable de la formación de cuadros separatistas, cuya expresión más acabada son las ikastolas, centros de dogmatismo fundamentalista y de tergiversación de la Historia, auténticas academias de Whampoa de etarras. El Estado central ha facilitado esas siembras, contribuyendo a que una lengua paleolítica y poco prestigiosa se convierta en bandera de un pueblo y arma de lucha, prefiriendo los fundamentalistas, con numantinismo evidente, su escasa lengua vasca a cualquier otra opción, con lo que, de acuerdo con ese fanatismo desatado, la anécdota que relata Chamfort hoy no parece tan desatinada:

Un gran señor ruso tomó como tutor de sus hijos a un gascón, que no enseñó a los hijos más que el vasco, única lengua que hablaba. Ello dio paso a una divertida escena la primera vez que se encontraron con franceses.

No obstante, las cosas hoy no resultan de ningún modo divertidas. El separatismo está acercándose a sus objetivos, gracias a la medrosidad de la derecha reformista y al colaboracionismo de la izquierda: en ambos casos se renunció al sentido nacional, y con él, al sentido de Estado. A ETA sólo se le reprocha que mate, no que sea separatista. Por procedimientos pacíficos podréis conseguir lo que os propongáis, se les ha dicho una y otra vez a los etarras.: algo que en otro tiempo podría considerarse como delito de alta traición. La supercorrectísimas televisiones del Estado repiten nombres como Lleida, Girona, A Coruña, etc., imponiéndolos incluso a una población que no es ni catalana ni gallega, y que siempre ha dicho Lérida, Gerona y La Coruña. De este modo los medios de comunicación españoles contribuyen al propósito separatista de imponer las lenguas del lugar a la población hispanohablante. Como, por lo demás, el fundamentalismo es voluntarismo puro, los separatistas pretenden unir los particularismos con el tinglado europeo, apelando a la “Europa de los pueblos” en lugar de a la “Europa de las naciones”. Entre el separatismo dentro y el europeísmo afuera, la idea nacional se desvanece, dándose la grotesca circunstancia de que, a estas alturas, España es el único Estado moderno que se ha vuelto a plantear qué es. Los dos separatismos más avanzados buscan lo mismo de distinta manera: los catalanes quieren ser europeos, mientras que los vascos desean no ser españoles. Para lograrlo, aspiran a prescindir de una lengua como la española en beneficio de sus hablas locales. A comienzos del pasado siglo, Pío Baroja escribió:

La cuestión del predominio del idioma se ha de resolver con el tiempo. El castellano se ha convertido en español y hasta en hispanoamericano; es una lengua tan nuestra como de los demás españoles, tan del catalán como del gallego como del vascongado.

Por desgracia no ha sucedido así sino al contrario. En lugar de la unidad se buscó la dispersión, con el decidido apoyo de las fuerzas progresistas, y ya que hemos citado a Baroja, recordamos que el poeta vasco y militante comunista Gabriel Aresti negaba que Baroja fuera vasco, sino una especie de señor feudal que volvía a su tierra como quien regresa de las Cruzadas. A don Pío le hubiera sorprendido escuchar semejante tontería. Hoy, en nombre del separatismo, no hay inconveniente escuchar sin demasiado escándalo formulaciones claramente racistas. Los profesionales de la manifestación multitudinaria, que salen a la calle a pedirle la paz a ETA (¡un Estado de derecho pidiéndole la paz a una banda de pistoleros!), levantando las manos blancas y sustituyendo lo que debería ser la acción policial (una vez que se ha demostrado el fracaso de las soluciones políticas) por una ridícula comunión vagamente religiosa, vagamente laica, acostumbran a escandalizarse ante las declaraciones racistas del jesuita Arzallus; pero en el fondo todos albergan el extraño convencimiento de que ETA es una suerte de terrorismo “políticamente correcto”. Con paños calientes no se cura el cáncer. El Estado de las autonomías (según mandato constitucional) cada día parece menos adecuado para impedir la balcanización, sino para todo lo contrario, para promoverla. Del mismo modo que la asignación de sustanciosas soldadas a los políticos profesionales tampoco impide la corrupción, y acaso la anima.

La Asturias Liberal · 23 diciembre 2003