Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Gastronomía

Ignacio Gracia Noriega

La sugestiva cocina de las setas

Supongo que este artículo merece una justificación, pues en el último otoño Casa Fermín, de Oviedo, ha saltado en tres ocasiones a las páginas de los periódicos, a las ondas radiofónicas e incluso a las pantallas de la televisión regional. Y todo ello porque su propietario, Luis Gil Lus, es un atento observador de los otoños. Otoño es la época del bosque, de las matanzas, de la caza y de las setas. El bosque amarillo, verde y rojo es el, fastuoso palacio del rey del otoño; vuelan arceas, caminan o corren los venados, los corzos, los jabalíes; caen las castañas, y surgen las setas de fin de año. Gastronómicamente, otoño es estación de aire, árbol, yerba y aún debajo tierra. Las setas son las alfombras exquisitas de los dorados dominios del castaño, del roble y del haya.

El santuario de las setas

Hasta el momento, las setas tenían su satuario en abnegadas y meritorias sociedades, de las que «La-Corra» , en Oviedo, es un digno ejemplo. Escasamente saltan al restaurante, porque las setas, como la Inquisición y Felipe II tienen su leyenda negra, aunque a ellas, en lugar de cadenas, toros y hogueras, se les reprocha el veneno, como si fueran un Dux veneciano Y es que el español es un pueblo demasiado escrupuloso a la hora de ponerse a comer, y cuanto peor come, más escrupuloso es el suelto; recordemos al hambriento hidalgo del «Lazarillo de Tormes» que le pregunta a Lázaro si el pan que pretendía comerle estaría amasado por «manos limpias». Las setas se han utilizado muy poco en la cocina española no por tabús religiosos sino por miedo; o sea que Voltaire diría que por lo mismo. En «El crótalo» de Cristóbal de Villalón hay una enumeración en la que se juntan las setas y los sapos. En realidad, las setas son signo de muy alta gastronomía. Estimadas por los romanos, cayeron en desuso, junto con el marisco, (tras la irrupción de los bárbaros, que derribaron las sabias instituciones de Roma e instauraron el caudillismo y los asados grasientos, dos groserías que aún tientan a algunos en este país.

La gastronomía de las setas nos ha llegado desde Francia, aunque la cornisa Cantábrica si se incluye Navarra en este territorio, sea ir zona de mayor riqueza micológica de Europa. Por ello, su aprovechamiento se inicia en zonas fronterizas, en Cataluña y en el País Vasco. Conforme avanza el viajero hacia «finis terrae», va desapareciendo el prestigio culinario de la seta, a la que se estima más en Santander que en Asturias, y aquí, moderada mente, hasta alcanzar la raya de Galicia, donde empieza a considerársela con santo temor. En Asturias no se desdeñan las setas, sitio que incluso hay afición; más afición que conocimiento, temo, y en muchas ocasiones corras que harían palidecer de envidia a Heliogabalo, sirven de alfombra de lujo a madreñas ignorantes y depredadoras. Puede persistir el temor al envenenamiento, porque es ancestral, aunque no esté enteramente justificado, porque además de 1.800 especies de hongos superiores clasificados en este territorio, tan sólo siete son mortales y diecisiete venenosos. Sin embargo; la cocina asturiana es bizarra; aquí se comen los oricios, que se desdeñan en Galicia, y la tinta del calamar, que los franceses tienen por venenosa (y puede serio, efectivamente, si no va cocida). No obstante el asturiano ha demostrado escasa imaginación a la hora de cocinarlas: las limita a guarnición de asados o las come en tortilla, y más raramente al ajillo. Las tortillas de setas de Ximielga, en Colloto, son a estas alturas, legendarias; Ximielga era un mitólogo entusiasta y tan rara era en tiempos esta actividad que, un día, que estaba en el monte, le detuvo la Guardia Civil sospechando que fuera huido. En Oviedo tiene cierta especialización micológica el bar La Quirosana, y sus tortillas de setas son excelentes, lo mismo que las del restaurante Niza y las de Casa Manolo, en la calle Altarmirano.

Más, hasta la llegada de José Antonio Muñoz de la mano de Luis Gil Lus, el mejor lugar para comer setas en Oviedo es la Sociedad Micológica La Corra, donde, en una ocasión, Juan Sánchez Ocaña ofreció una excelente cena preparada por ese gran cocinero que es Lito, y al salir, absolutamente satisfechos, me dijo Juan Santana: «Y encima, no nos pasó nada». En realidad, nunca pasa nada si quienes manipulan las setas saben lo que tienen entre manos. Ángel Muro, padre de la gastronomía española, reconoce en «El Practicón» el valor culinario de las setas, e incluso ofrece recetas de ellas, más también refiere la anécdota de Monseñor Caprara, Nuncio del Vaticano en París, que paseando por el bosque de Vicennes en compañía de Napoleón, cogió unas setas que llevó a su casa, donde las mandó guisar y las sirvió en su mesa, sin invitar al emperador ni a nadie. Acaso como castigo de su tacañería, murió a las dos horas. Pero acto seguido, Muro tranquiliza al lector: «Las setas son guarnición obligada de la mayor parte de los guisos de una buena cocina, y además tienen una infinidad de condimentos suyos propios». Y aunque indica que para distinguir una seta venenosa basta comprobar si ennegrece una cucharilla de plata puesta a cocer con ella (procedimiento que debe ser desechado radicalmente), sabe que el mejor procedimiento es el empleado por una señora que había invitado a comer setas al marqués de Valdeiglesias y al escritor Castro y Serrano; la anfitriona se abstuvo de comerlas, y al día siguiente llamó a un criado y le dijo. «Ve a casa del Sr. Castro y Serrano a ver cómo está, y si no le ha pasado nada, di al cocinero que me ponga para almorzar las setas de ayer». Naturalmente, el autor de «La novela de Egipto» estaba estupendamente, y la prudente señora pudo solazarse con una comida exquisita.

El gran hallazgo

José Antonio Muñoz es el gran hallazgo del otoño gastronómico ovetense. Nacido en Baracaldo en 1941, es vasco de acento y de aspecto, aunque tenga una abuela llanisca y uno de su: apellidos sea Niembro. Fue montañero espeleólogo, bogador de traineras, y pescados de caña: su padre mejoró en muchos aspectos la caña de pescar y es hombre aficionado a los pájaros. Con tan completa preparación, dos (Antonio Muñoz pasó del montañismo a la micología, de forma natural, porque ambos se complementan; y del conocimiento de las setas al interés por sus aspectos gastronómicos: pues Muñoz no es cocinero de profesión, aunque haya escrito un libro titulado «Gastronomía de las setas», sino trabajador siderúrgico. Al comienzo de su libro hace esta atinada recomendación ecológica: «Se debe saber andar por el monte. Vosotros diréis que andar sabe cualquiera, pero por el bosque y el campo hay que saber andar respetando todo lo que nos rodea. El andar con cuidado tiene sus beneficios; a veces caminando no nos fijamos y podemos estropear las setas, regresando a casa con la cesta medio vacía». Por lo demás es hombre cordial, con ese carácter vascuence que conecta tan bien con el asturiano, y cocinero sensato: recomienda la cocina tradicional, y si le es posible prefiere cocinar en cazuelas de barro y en sartenes de hierro.

Y una seta es siempre materia prima; su mayor calidad sobre la mesa y su mejor aprovechamiento dependen en gran medida del cocinero.

La presentación de las especialidades de este curioso cocinero reunió en los manteles de Casa Fermín a la directiva de La Corra (qué le obsequiaron con un plato conmemorativo), periodistas y a radiofonistas, y a Juan Santana (que ha tocado las setas en su obra «De gastronomía asturiana») y a mí, presididos por Luis Gil Lus; también se hallaba en el comedor un importante hostelero santanderino, Pedro Larumbe, de El Molino y Cabo Mayor. Antes de sentarnos a la mesa, Armando Álvarez, fino gourmand, me recomendó que visitara algún día el bar La Caleyina, en El Fontán, donde hacen, me dijo, platos muy cuidados entre los que destacan la verdura rellena y las patatas rellenas.

La comida

En algún lugar dejé escrito que es imposible que una buena comida en Casa Femín no se inicie con un buen paté. En este caso, fue un paté de diferentes hongos, que es una novedad incluso para Muñoz como cocinero. La sorpresa fue absoluta pues aparecieron sabores a los que ni siquiera los expertos mitólogos de La Corra estaban acostumbrados Santana detectó un ligero eco de pimiento, y la había, aunque Muñoz no sea partidario del uso de especies. Siguió, en cazuela de barro, la «Cantarellus Lutescens» o angulas de monte, con pleno sabor de monte: mucho más tienen esas a monte que las angulas a mar. Y luego un logro absoluto, las croquetas, para las que Muñoz recomienda en su libro la «amanitas benscens», aunque puede servir cualquier seta comestible, en este caos la «Leucopellus Candidus». En cualquier caso han de ser setas jóvenes, sanas y limpias, y habrán de regarse con leche. Tras hacer la masa y añadirle una cucharada de harina y un poco de vino blanco, se rebozan con pan rayado, huevo y se fríen con mucho aceite, como una croqueta normal.

La ensalada de endibia con pie de casa («Polyperus Pes-Caprae») supuso el puente entre las dos fases de la comida. Al extremo de las endibias se les había añadido una pizca de queso de Cabrales y habían sido espoloreadas con ajo muy frito y diminutamente cortado, que tenía el color de la almendra dorada. Puede que el ajo, no digo que no, interrumpa el sabor de la seta, ya seriamente amenazado por el Cabrales; pero la coincidencia de esos cuatro sabores (setas, endibias, cabrales y ajo) resulta sumamente grata al paladar.

Y tras este aperitivo, un consomé de setas elaborado con la prestigiosa «Boletus Edu» y con «Clitócybe Nebularis», que ya conocían los romanos y que comían con cucharas especiales de ámbar, que fue la puerta para un solomillo con setas en papillote, que no es plan que pertenezca estrictamente a la gastronomía micológica, ya que es una variante del «Mignon de veau au papillotte» al que se añadido setas. Desde luego, espléndido, tanto por las setas como por las verduras, y que nos muestra que la cocina de Casa Fermín ha tomado buena nota de las enseñanzas de Darc; pero que quedaría en poco, aunque setas y verduras fueran de superior calidas si no es, como en este caso, que el solomillo (a fin de cuentas, el fundamental de este plato) fuera digno de su guarnición. De postre, higos rellenos de hongos, y aunque éstos fueran «Boletus Aereus» y «Boletus Edulis», el higo ahoga todo su sabor, lo que es una pena. En realidad prefiero las setas a los higos, y por ello fue este plato el que menos gracia me hizo de la comida. Acompañó un Viña Zaco 1970 de Bodegas Bilbaínas, muy notable.

Al final, con cafés (o poleo, que yo empiezo a preferirlo), copas (hay un memorable orujo de pera) y Montecristos, José Antonio Muñoz mantuvo un rato de sobremesa con nosotros. Con buen humor fue refiriéndonos anécdotas montañesas y gastronómicas.

La Voz de Asturias · 2 enero 1983