Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

José María Cienfuegos Jovellanos,
del arma de Artillería

Decía mi buen amigo el coronel Ricardo Duyos, que era artillero, lo mismo que su hijo, de igual grado y nombre, que los artilleros suelen ser militares muy razonables e ilustrados, porque no se disparan a ojo las piezas de artillería, sino haciendo cálculos. Y militar ilustrado es José María Cienfuegos Jovellanos no sólo por artillero, sino también por haber nacido en la familia a la que también pertenece el más representativo de los ilustrados españoles, Gaspar Melchor de Jovellanos. Aunque de José María Cienfuegos Jovellanos se sabe poco. Para remediarlo, el Foro Jovellanos de Gijón ha publicado las «Memorias del artillero José María Cienfuegos Jovellanos», obra de Francisco de Borja Cienfuegos Jovellanos, autor de otras publicaciones jovellanistas como «Antología de Jovellanos» (1969) y «Jovellanos y la carretera de Castilla» (1970). Las «Memorias del artillero José María Cienfuegos Jovellanos» es obra muy bien impresa, avalada por diversas introducciones, explicaciones y prólogos. Lamento, por lo demás, no estar en todo de acuerdo con dos buenos amigos, Jesús Menéndez Peláez y Pedro de Silva Jovellanos, a propósito de este libro. Discrepo con ellos por los elogios que hacen de la forma en que está escrito. Una biografía escrita en primera persona, a no ser que se trate de autobiografía, no me convence. Menéndez Peláez acude a ejemplos clásicos de esta técnica narrativa, como el «Libro de Buen Amor» o el «Lazarillo de Tormes» (y también «Sinuhé el egipcio», de Mika Waltari, que empieza: «Yo, Sinuhé...») y Pedro de Silva señala que «el método seguido por Francisco Cienfuegos Jovellanos, entre histórico, biográfico y novelesco, aporta a los hechos conocidos la fabulación indispensable para que cobren vida». ¿Es que es necesaria la artimaña literaria para que «cobren vida» unos hechos históricos, si no la tienen por sí mismos? Yo creo que la vida del artillero Cienfuegos Jovellanos, que tiene vida propia como personaje, hubiera estado más adecuadamente narrada en tercera persona, como una biografía convencional. En primera persona parece un relato novelesco, y además inhábil, porque para escribir desde este punto de vista hay que tener una técnica literaria muy segura y depurada, y de la que el autor carece, y nada le reprochamos por ello, porque no era escritor profesional. En lo demás, atina De Silva al señalar en José María Cienfuegos Jovellanos a «un digno heredero de Jovellanos» que «cumple su vida a la sombra de Jovellanos (...). Podríamos dar a esto un doble sentido: Jovellanos ensombrece, tal vez, el paso por la historia de su ilustre sobrino, pues es mucha la luz que el gran gijonés proyecta; pero a la vez le proporciona una sombrilla protectora, la de sus ideas, fácilmente identificables en la trayectoria del general». Aunque le hace un levísimo reproche, debido sin duda a la peculiar ideología que acata Pedro de Silva, y que no es partidaria del desorden, cuando los suyos gobiernan, sino de otro tipo de orden: «José María Cienfuegos Jovellanos fue, desde luego, un hombre de orden que por su condición de militar nunca se permitió las distancias que Jovellanos mantuvo respecto al poder. Su sentido de la autoridad y de la organización explican su actuación en materia de orden público, cuando llega a Cuba como capitán general, organizando un sistema de rondas nocturnas en las que él mismo llegó a participar».

—¿Le podemos considerar como un hombre autoritario, mi general?

—No, qué va. Lo que ocurre es que no se puede ser militar si no se ejerce la autoridad. Y quien dice militar, dice cualquier otra profesión que implique relación jerárquica con los demás. Si el catedrático no tuviera autoridad, nadie aprendería en las universidades; si el obispo no la tuviera, los curas se desmandarían. Para que un soldado pase la noche al fresco, de guardia, o salte parapetos desde los que le están disparando, con amenaza de muerte cierta, el oficial que se lo ordena ha de estar revestido de autoridad. Pero esto no implica que sea arbitrario, lo que es el más evidente abuso de la autoridad.

—Usted habrá nacido en Gijón. ¿En qué año?

—No, no nací en Gijón, sino en Oviedo, en la casa solar de los condes de Marcel de Peñalba, junto a la plaza de la Catedral, el 1 de febrero de 1763. Mi padre era don Baltasar González de Cienfuegos, quinto conde de Marcel de Peñalba, y mi madre, doña Benita, era hija de don Francisco Gregorio de Jovellanos, que fue por muchos años alférez mayor de Gijón, y nieta, por la línea materna, de los marqueses de San Esteban. Mi padre se casó en dos ocasiones, siendo yo el segundo de seis hermanos; Baltasar es el mayor, y los demás, que me siguen, Francisco Javier, Escolástica, Francisca y María del Carmen.

—¿Fue temprana su afición a la milicia?

—Desde el momento en que mi padre me dijo: «Has cumplido ya 14 años y es hora de que decidas por ti mismo el camino que vas a seguir en la vida. Tengo muchos hijos y no la suficiente fortuna que alcance a todos y os permita vivir de ella». Al plateárseme las cosas así de claras, decidí ingresar en el Colegio de Artillería de Segovia.

—¿Por algún motivo especial?

—Acaso porque me permitía compaginar la instrucción militar con otros estudios, ya que las matemáticas, la geometría y la historia eran asignaturas tan importantes como la técnica militar o el tiro. Los estudios los hacíamos en el Alcázar, y yo pertenezco a la XIV Promoción de artilleros.

—Usted fue un militar no sólo teórico, sino también curtido en combates. ¿Cuándo entra en fuego por primera vez?

—En la toma de Mallorca, para sacar de allí a los ingleses. La expedición hispano-francesa partió de Cádiz el 23 de julio de 1781, al mando de Crillón. La campaña duró ocho meses y yo olí la pólvora en combate por primera vez ante el fuerte de San Felipe. Más tarde participé en el asedio de Gibraltar, en 1782.

—Hasta aquí usted luchó como aliado de Francia. Luego lo hizo contra Francia.

—Así es. Con la Revolución francesa, las cosas cambiaron para peor: se había abolido la monarquía, y el rey fue condenado a muerte y ejecutado. Yo me incorporé a las fuerzas del general Ricardos, que murió de pulmonía durante la campaña. Durante ésta fui herido dos veces y, finalmente, hecho prisionero. No recuperé la libertad hasta que se firma la paz de Basilea, en 1795.

—¿Y entonces?

—Regresé, por un tiempo, a Asturias, para asistir a los días finales de mi padre, que murió de vejez, sin agonía, con la marea del amanecer. El título de conde de Marcel de Peñalba lo heredó mi hermanastro Rodrigo, hijo del primer matrimonio de mi padre. Yo continué mi carrera militar en variados destinos, hasta el 14 de mayo de 1806, que fui nombrado director de la Fábrica de Municiones Gruesas de Trubia y sus dependencias de Oviedo, precisamente el día que se me concedió la licencia para contraer matrimonio con mi sobrina María del Carmen Argüelles y Cienfuegos.

—¿Dónde se encuentra durante la guerra de Independencia?

—En Asturias, hasta casi el final de ella, que me nombran jefe de la Comandancia General de Artillería de Extremadura en 1812, donde tuve la oportunidad de tratar con sir Arthur Welesley, más conocido como el Duque de Wellington. Expulsados los francesas de España en 1813, entro a formar parte del Consejo Superior de Guerra. Había terminado la guerra, pero se abre un período de suma inestabilidad política.

—¿Y usted qué actitud toma en esas luchas?

—Yo fui enviado a reforzar las guarniciones de América, en las que se habían desatado las pasiones independentistas. Yo iba con el cargo de capitán general de Cuba, y ejerciéndolo según mi sentido del cumplimiento del deber, no sólo hube de atajar las pretensiones separatistas, sino mantener a raya a los corsarios que navegaban a su gusto por las Antillas y terminar con la anarquía que se enseñoreaba de los campos del interior, en los que vagos, indeseables, ñáñigos y malhechores de todas clases asaltaban a los transeúntes, envalentonados no sólo con el ejemplo de las rebeliones de Santo Domingo, sino porque nadie se lo imponía en Cuba. En Matanzas y La Habana, sobre todo, las fincas eran abandonadas por temor a los asaltos nocturnos. ¿Sabe usted qué es «meter en cintura», Noriega?

—Supongo que algo muy conveniente, cuando hay desmadre. Aunque hoy no sea «políticamente correcto».

—Compruebo que me entiende. Yo procuré restablecer el orden en la isla y hacer navegable el mar de las Antillas. Además de hacer otras cosas, como diversas colonizaciones y la fundación de la ciudad que lleva mi nombre: Cienfuegos.

—¿Y su actuación en La Florida?

—Mi cargo de capitán general y gobernador de Cuba llevaba anexo el mando en La Florida. De manera que sólo por el cargo, y no porque pretenda equipararme a él, fui durante algún tiempo el sucesor de un asturiano ilustre, de Pedro Menéndez de Avilés.

—¿Cuándo regresa a España?

—En 1819, a petición propia, ya que el asma que había adquirido en la juventud, en la campaña del Rosellón, se había recrudecido con los años. No sé si ahora regresaré a Asturias, que no posee el clima ideal para un enfermo de los bronquios; pero, cuando menos, estoy en casa.

La Nueva España · 26 de diciembre de 2005