Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Mamés Fernández y González,
un boticario de Piloña

Nacido en Cadanes en 1836, la trayectoria del piloñés es un ejemplo de la vida de un profesional inquieto y con grandes influencias políticas en una villa asturiana del siglo XIX

El número 34 de la revista «Piloña», dirigida por mi activo amigo Luis Antonio Acoitia Argüelles, publica, entre otros sugestivos trabajos, uno dedicado al boticario don Mamés Fernández y González, escrito por don José Antonio Tomás Ortiz de la Torre, académico correspondiente de las Reales Academias de Jurisprudencia y Legislación y Nacional de Doctores, y académico de número de la Academia Asturiana de Jurisprudencia. La figura de don Mamés sirve de ejemplo de lo que es la vida de un profesional en una villa asturiana en el siglo XIX. Es don Mamés un hombre con inquietudes de todo tipo, con la inevitable tertulia de rebotica (que interrumpía a hora convenida con su familia para subir al piso a rezar el rosario), y con una influencia social y política importante, llegando a ser alcalde de Piloña en dos ocasiones, y, como él, apostilla, «celoso como el que más».

—¿Esto quiere decir, don Mamés, que cuando era alcalde le dedicaba al Ayuntamiento tanto tiempo como a la botica?

—Eso quiero decir cuando digo que, siendo alcalde, fui celoso como el que más. Cuando estaba en el Ayuntamiento, lo principal, para mí, era el Ayuntamiento; y cuando estaba en la botica, la botica.

—Se apellida usted igual que el famoso novelista don Manuel Fernández y González.

—Lo sé, pero no somos parientes. Fernández y González son dos apellidos muy corrientes. Sin embargo, leí casi todas sus novelas: «Martín Gil», «El cocinero de Su Majestad», «Los siete infantes de Lara», «Men Rodríguez de Sanabria»... Sobre todas las demás, me gusta «Men Rodríguez de Sanabria». ¡Qué facilidad tenía don Manuel Fernández y González para escribir! Casi tanta como Zorrilla para hacer versos.

—Sus dos apellidos, Fernández y González, son corrientes, pero el nombre de Mamés no es de los que se escuchan todos los días.

—Yo siempre digo que mi padrino me lo puso para compensar. Es el mismo nombre que Mamerto, y yo prefiero llamarme Mamés a llamarme Mamerto. Pero mi nombre obedece a otro motivo, ya que fue sugerido por mi tío materno fray José González Sánchez, que era religioso dominico, y al bautizarme a mí se acordó de San Mamés, uno de los hermanos de Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la orden a la que él pertenecía.

—¿Nació usted en Infiesto?

—No, en Cadanes, en una casa del barrio de La Prida, en la parroquia de San Martín de Borines, concejo de Piloña, el 12 de diciembre de 1836. Mi padre era de Pintueles y mi madre de Borines. Mi tío fray José González Sánchez, que había adquirido una casa solariega de Cadanes denominada Casa de Arriba, además de bautizarme me tomó bajo su protección especial, dejándome heredero de esa casa, además de darme carrera.

—¿Dónde hizo sus estudios?

—Los del Bachillerato, en el Instituto de Oviedo, obteniendo el título de bachiller el 9 de junio de 1856. Posteriormente seguí los estudios de Química y Farmacología en la Facultad de Farmacia de la Universidad Central de Madrid, licenciándome en 1861. Durante mi estancia en Madrid, al tiempo que estudiaba, hice prácticas en la farmacia de don Guillermo Caballero, sita en la calle de la Cruz 12, y en la de don Cayetano Úbeda, en la calle Montera 21.

—¿Y es entonces, una vez licenciado, cuando decide seguir el consejo de los versos de Zorrilla: «Feliz quien a la sombra de los castaños vive / al pie de los que humea su hereditario hogar»?

—En efecto, ése era mi anhelo, pero antes oposité a la Real Botica para cubrir una plaza de licenciado ayudante de la Real Botica de Su Majestad en el Palacio Real de Madrid. Sin embargo, la tierra tiraba, por lo que regreso a Asturias y me establezco en Infiesto a partir del 15 de marzo de 1865, en los bajos de la casa de don Fabriciano Mestas, en la plaza Mayor. De ahí me traslado en 1871 a la casa de la calle Covadonga, que hice construir a mis expensas.

—¿Es, por tanto, buen negocio la farmacia?

—Nunca oí de ninguna que quebrara.

—Pero, ¿no le resulta un poco monótona la vida de boticario en Infiesto?

—¡De ninguna manera! Además, mi farmacia está muy bien instalada, con un laboratorio muy completo para la realización de análisis clínicos y la elaboración de toda clase de específicos propios de esta ciencia. Como yo tengo grande afición a la química, me divierto en el laboratorio, ensayando, investigando y estudiando. Y por si esto fuera poco, en 1879 viajé a París para estar al día, y tan provechoso me resultó este viaje que volví a la ciudad del Sena con motivo de la cuarta Exposición Universal de 1889 y de la quinta, de 1900. Allí me familiaricé con modernos inventos, y allí adquirí las primeras máquinas fotográficas y los primeros gramófonos que se escucharon en Infiesto. También traje de París el primer coche movido por motor que circuló por Asturias, y que adquirí por encargo de mi buen amigo Luis María de Unquera y Antayo, marqués de Vista Alegre y barón de la Vega de Rubianes, que era asistente habitual en la tertulia de mi rebotica. De París traje también dos pianos de cola, uno de ellos destinado para mi familia y un barómetro que funciona con rara perfección. De seguir funcionando como hasta ahora, va a durar más de cien años, por lo menos.

—Además de los viajes y además de la botica, usted tuvo tiempo para dedicarse a la industria.

—Sí, pero a la industria útil. Asociado a mi colega don Zoilo Valdés Ortiz, aprovechamos un molino movido por las aguas sobrantes de la fuente de los Caños para poner en funcionamiento la primera fábrica de luz eléctrica que hubo en Infiesto. La primera bombilla se encendió en mi farmacia.

—Pero usted no las tenía todas consigo al encenderla.

—Es verdad –sonríe don Mamés, un poco avergonzado–. Ordené a mis familiares que desalojaran la casa por si se producía una explosión.

—Pero no hubo explosión...

—No la hubo. Y dado el éxito de la luz eléctrica, ampliamos el negocio, adquiriendo a elevado precio el molino de Les Llamoses, alrededor del cual construimos un acueducto y un amplio edificio para albergar la fábrica. También tuve una fábrica de chocolate, en la que, por primera vez, una moderna maquinaria sustituyó a las antiguas piedras para su elaboración «a brazo».

—Un espíritu como el suyo, tan abierto a la modernidad, ¿es compatible con sus «recias ideas carlistas», según las califica don Eduardo Martínez Hombre?

—¿Por qué no? Yo creo en el progreso material: ahí está y debemos aprovecharnos de él. No existe ningún motivo de carácter moral o religioso para rechazar la luz eléctrica, la navegación a vapor o la anestesia. Otro caso esel del mal llamado «progreso moral», que es paparrucha de liberales y masones, y que no es posible. Porque todo lo nuevo en religión es herético, todo lo nuevo en política es revolucionario y todo lo nuevo en costumbres es pura indecencia. Yo, en este punto, tengo las ideas muy firmes, y las aplico al arte de la botica. La prudencia, la honradez y todas las demás dotes de un hombre de probidad deben adornar al farmacéutico. Jamás podrá salir de sus labios una expresión que pueda comprometer el decoro en general, y, en casos particulares, la profesionalidad del médico o la tranquilidad de la familia del enfermo.

—Siendo alcalde de Piloña, ¿se guió por esos principios?

—¡Naturalmente! Y conste que me tocó vivir una época de enormes y desaforadas convulsiones políticas. Aquí mismo, en Infiesto, tuvimos ocasión el fatídico 30 de abril de 1903 de comprobar hasta qué grado de violencia degenera la política partidaria. Aquel día, el conservador José Ramón Gómez Arroyo y el liberal Manuel Uría aspiraban a un escaño en las Cortes, y queriendo los partidarios de Uría ocupar el Ayuntamiento porque temían que hubiera pucherazo en beneficio del candidato gubernamental, se produjo un tiroteo con intervención de la Guardia Civil, a consecuencia del cual hubo siete muertos y numerosos heridos. ¡Una tragedia!

—¿Cuáles son sus aficiones, además de la botica y el progreso científico?

—Le diré: muchas y muy variadas. Soy aficionado a la música, a la pintura y al ajedrez; también a la caza y pesca fluvial y al juego de los bolos. ¡Muchos ratos de ocio dejé transcurrir en la bolera del Carlista, un buen amigo y correligionario! También disfruto con los animales, especialmente con las palomas, y aquí tiene a mi perro, que se llama «Mi lord». A ver, «Mi lord», saluda al señor.

«Mi lord» es un perrillo de lanas muy listo. Se sienta sobre las patas traseras, me mira anhelante y ladra: «¡Guau!». Yo le hago una caricia y «Mi lord» mueve el rabo.

La Nueva España · 6 de junio de 2005