Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Doña Catalina de Oviedo,
«La Gran Sultana»

Cervantes eligió a una asturiana para protagonizar una de sus obras de teatro, en la cual la ovetense, cautiva de los moros, fue llevada a Constantinopla, donde enamoró al Gran Turco

El aniversario de la publicación de la primera parte de «El Quijote», que se presenta tan apabullante como el abuso de la palabra «solidaridad» en la jerga de la «corrección política», nos permite recordar que Cervantes no sólo escribió «El Quijote», sino también otras excelentes novelas, las «Ejemplares» y esa espléndida y desconocida novela de aventuras que es «Los trabajos de Persiles y Segismunda»; que fue un buen poeta, elogiado en tiempos modernos por un crítico tan exigente como Cernuda, y perspicaz crítico literario, y, en fin, hombre de teatro, en el que tocó todos los palos: la comedia, el entremés y la tragedia, con esa extraña obra tan adelantada a su tiempo que es la «Numancia», que puede ser calificada como teatro épico muchos siglos antes de que Bretch diera con tan recurrida fórmula para abordar la Historia. En la «Numancia», Cervantes no sólo aborda un asunto histórico, una auténtica tragedia, el sitio y destrucción de la ciudad de Numancia por los romanos, sino que lo hace con personaje colectivo. Y aunque en algún momento de su carrera abandonó el teatro, regresó a él, tal como confiesa: «Algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad y, pensando que aún duraban siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias...».

Para escribir teatro, Cervantes acude a episodios de la historia patria (la citada «Numancia»), a la fantasía y a su propia experiencia. De sus años de cautivo en Argel obtuvo asunto para cuatro obras de teatro: «Los tratos de Argel», «Los baños de Argel», «El gallardo español» y «La Gran Sultana», que no se desarrolla en Argel, sino en Constantinopla, aunque sus personajes principales continúan siendo cautivos. La protagonista de esta obra es doña Catalina de Oviedo, una cautiva cristiana que llega a enamorar al Gran Turco, hasta el extremo que éste se convierte en esclavo de ella. A la historia de doña Catalina de Oviedo se añaden, en «La Gran Sultana», otras laterales, como en las comedias de Shakespeare, siendo la más destacada, por su condición insólita, la de los enamorados cautivos Clara y Lamberto, llamándose Clara con el nombre morisco de Zaida, y Lamberto con el de Zelinda, pues se hace pasar por mujer, para poder seguirla al serrallo. Los travestidos no son raros en el teatro de la época, y así los encontramos en obras de Shakespeare y Calderón de la Barca, por citar a los más importantes; pero se trata de mujeres que se disfrazan de hombres, nunca de hombres que se visten de mujer, como Lamberto. Y el propio Gran Turco está a punto de usar de ella, perdón, de él. Al final, ambos amantes se encuentran en una situación bastante comprometida, pues, como resume Lamberto, dirigiéndose a su enamorada Clara o Zaida: «¿Qué habremos de hacer, señora, / yo varón y tú preñada?». Situación de la que los saca doña Catalina de Oviedo, que alcanza el máximo poder porque nunca descendió a comportarse como mora.

«La Gran Sultana», aunque contiene momentos muy dramáticos, es obra sumamente divertida, con un humor basado tanto en las situaciones como en los diálogos. Cervantes era un maestro de las situaciones cómicas, tanto en la novela (recordemos los capítulos XVII y XVIII de la primera parte de «El Quijote») como en el teatro; se añade a ello aquí el personaje de Madrigal, un «gracioso» a la manera de los de Lope de Vega, pero con gran personalidad, que, por broma, echa grandes tajadas de tocino en un guiso de verduras que se disponían a comer unos judíos o se propone enseñarle a hablar en vizcaíno a un elefante, aunque el cadí se opone a ello: «Enséñale la española, / que la entendemos mejor».

Doña Catalina de Oviedo es un personaje de la estirpe de Jerónimo de Aguilar, de quien nos cuenta Diego de Landa en su «Relación de las cosas de Yucatán», que, hallándose prisionero de los mayas, no renunció a sus creencias cristianas ni a sus vestiduras europeas, aunque fueran andrajosos, y así, cuando volvió a encontrarse con españoles, les dijo: «Hoy es miércoles», para demostración de que no había perdido la cuenta de los días, según su calendario. Doña Catalina, prisionera de los turcos (que ahora van a ser «europeos», ¡quién se lo hubiera dicho a Cervantes!), se niega a abrazar la religión mahometana, a cambiar su nombre de cristiana por el de mora, y a vestir como mora. Y aunque ha de pasar por esto, vuelve a usar las ropas de cristiana a la primera oportunidad que se le presenta.

Doña Catalina de Oviedo es, al momento de hacerle esta «entrevista», la señora de Gran Turco y dueña, por tanto, de Turquía: «Gran sultana y cristiana, gloria y honra / de sus pequeños y cristianos años, / honor de su nación y de su patria».

—Doña Catalina –le pregunto–, ¿cómo ha llegado a la posición que ocupa?

—No claudicando.

—Muchos asturianos estamos orgullosos de que una ovetense haya llegado tan alto precisamente por no claudicar.

—Nunca claudiqué: ni un ápice. Cuando me hicieron cautiva, entendí que el mundo se me venía encima: pero me sobrepuse. Creí que mi padre había muerto y que estaba sola en el mundo. Razón de más para que mirara por mí misma yo sola. Mis captores primero me llevaron a Argel y quisieron que me hiciera mahometana. Les contesté que Mahoma es un falso profeta y que no abandonaría la fe cristiana por la de un falso profeta. Luego quisieron que me cambiara el nombre de cristiana por el de mora y rehusé también. Y quise negarme a vestir como mora, más, cayéndoseme las ropas de cristiana de viejas, por no andar desnuda, pasé por esas horcas caudinas. Pero en lo demás, fui terminante. Al Turco le dije:

Soy cristiana
y no admito el sobrenombre
porque es el mío de Oviedo
hidalgo, ilustre y cristiano.

—¿Fue nacida en Oviedo, doña Catalina?

—En la ciudad de Oviedo, mismamente, en las Asturias que llaman con el nombre de mi ciudad: las Asturias de Oviedo.

—¿Y cómo fue que vino a dar a lugar tan lejano como Constantinopla, que los moros llaman Estambul?

—Porque la vida da muchas vueltas, y no siempre las da a nuestro gusto. Mi padre, nacido como yo en Oviedo, siendo hidalgo pero no rico, y de profesión terasí, que otros dicen sastre, había alcanzado cierto renombre en su profesión, llegando a coser en la Corte para damas de la más encopetada nobleza. Pero no contento con esa posición, determinó mejorarla, y enterado de que en Orán muchas moras querían vestir a la moda de las cristianas, bajó hasta Málaga, y mi madre y yo con él, para embarcar hacia ese puerto en pleno invierno, en un bajel de diez bancos.

—¿Por qué en invierno?

—Porque en esa estación, aunque no sea la más segura para navegar, a causa del mal estado del mar y los vientos, hay seguridad en otro orden de cosas, pues si la mar se encuentra en malas condiciones para el cristiano, también lo está para el pirata berberisco, el cual prefiere echar el ancla en el puerto de Argel y no salir a la aventura mientras dura de mala estación. Era enero cuando embarcamos, y contábamos con los corsarios recogidos en sus puertos. Pero uno de ellos, llamado Moreto Arraez, era de los que ni dormían ni temían el estado de la mar, por lo que apresó nuestro bajel como si fuera verano. A mi padre no volví a verle. Mi madre y yo fuimos desembarcadas en Tetuán yyo vendida a un rico moro, por lo que mi madre murió de pena. Pero después de haber desanimado de sus pretensiones al moro, que se llamaba Alí Izquierdo, éste me volvió a vender a Moreto, alegando que «no la puedo hacer mora / por dádivas ni por ruegos». Por entonces yo tenía diez años. El Morato, dada mi belleza, me condujo a Constantinopla y me presentó al Gran Turco, quien me compró y me destinó al serrallo. Allí los eunucos quisieron llamarme Zoraida, pero yo dije que nones. De mora vestí cuando sólo me quedaba otra opción, que era andar desnuda. Y en cuanto a la religión, no renuncié a la de mis padres. Protegida por un eunuco llamado Rustán, que era persona decente y pudo preservarme, viví a mi aire en el serrallo, hasta que cierto día el Gran Turco reparó en mí. De manera que Rustán me dijo: «Ahora tendrás que ceder, porque el Gran Turco se encaprichó de ti». A lo que yo contesté: «Si se encaprichó, que pague su capricho».

—¿Y lo pagó?

—¡Espléndidamente!

—¿Le impuso usted condiciones?

—Varias condiciones. La primera: volver a vestir como cristiana. Para ello era necesario un sastre que me hiciera las ropas adecuadas y ¡oh, maravilla!, ¿sabe quién resultó ser el sastre?

—¿Su padre?

—Mi padre.

—¿Y las otras condiciones?

—Que si quería algo, había de hacerme su esposa: aunque fuera a la manera turca. Él aceptó, y aquí me tiene.

—Que sea por muchos años, doña Catalina.

La Nueva España · 31 de enero de 2005