Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

El viaje de Ambrosio de Morales

Erudito y sacerdote, visitó en el siglo XVI Asturias y el resto del noroeste peninsular por encargo de Felipe II para hacer un catálogo de las arqueologías de estos territorios

El viaje de Ambrosio de Morales por los reinos de León y Galicia y Principado de Asturias, por orden expresa de Su Majestad Felipe II, para reconocer las Reliquias de los Santos, los Sepulcros Reales y los libros manuscritos custodiados en catedrales y monasterios, es de enorme importancia no sólo por las noticias que aporta sobre las arqueologías del noroeste peninsular, sino también por la propia personalidad del viajero, que figura como uno de los mayores eruditos de un siglo tan rico en ellos como es el siglo XVI. La empresa de Ambrosio de Morales es, en gran medida, un antecedente del «Viaje de España» de don Antonio Ponz. España guardaba inmensas riquezas arquitectónicas, arqueológicas, artísticas, monumentales y bibliográficas, que en el siglo XVI había que catalogar, y cuya preservación podía plantearse sin agobios en el siglo XVIII. Pero la irrupción violenta de formas exacerbadas de «progreso» en el siglo XIX puso en peligro este riquísimo patrimonio: España, que apenas había conocido guerras sobre su territorio desde las guerras contra los moriscos hasta la invasión de los franceses (con la excepción de la guerra de Sucesión, a la muerte de Carlos II, que no fue especialmente destructiva), no hizo otra cosa que guerrear, primero españoles contra franceses, y después españoles entre sí, a lo largo del siglo XIX, y, en rigor, hasta 1939, año en que, a la fuerza, se impuso la paz. Y no sólo destruyeron las guerras: las desamortizaciones malbarataron un riquísimo patrimonio en ventas precipitadas, acabando objetos valiosísimos y obras de arte rodando por ferias y mercadillos. Nada diremos de las intentonas revolucionarias. Ambrosio de Morales, naturalmente, no podía prever este giro violento, dilapidador y depredador, de la historia patria. Él, en su tiempo, se limitó a hacer recuento de lo que había, siguiendo las instrucciones de un monarca culto, pero que no goza de buena fama, porque puso en su sitio a los enemigos: ni toleró que la herejía se afincara en España, ni permitió que el turco se considerara el señor del Mediterráneo. El destino de los imperios es el de poner orden en el mundo, aunque eso no haga muy simpáticos a las mentalidades presentes a Felipe II o a George Bush.

Ambrosio de Morales no sólo hizo el recuento y el catálogo de un patrimonio artístico importante, sino que en su «Viaje a los reinos de León y Galicia y Principado de Asturias» ofrece noticias históricas y de todo tipo del mayor interés. «Sus obras constituyen un acabado documento para la historia cultural», afirma Alonso Zamora. Y refiriéndose a su alcurnia, escribe el padre Enrique Flórez, prologuista de su «Viaje»: «Si el Betis hubiera de contar los esclarecidos varones que produjeron las márgenes de sus doradas aguas, mucho tuviera que detenerse al avistar a Córdoba. Formaría un estanque caudaloso: y como no caben, ni pertenecen a las márgenes de este libro tantas aguas, le dejaremos correr, tomando únicamente algunas gotas de aquellas con que regó los Morales y Olivas, que produjeron el fruto del presente cronista, Oliva por la madre, por el padre Morales».

—En efecto, mi padre era don Antonio de Morales y mi madre, doña Mencía de Oliva –reconoce Ambrosio de Morales– y yo nací en la ciudad de Córdoba el 21 de marzo de 1513.

—De manera que, por parte de madre, era usted pariente del ilustre humanista Hernán Pérez de Oliva.

—Así es. Era un hombre de amplísima cultura, educado en Alcalá y Salamanca y que amplió estudios en París y Roma, donde fue protegido por el Papa León X. Yo mamé esta afición mía a la lengua castellana, y en buena parte a él se lo debo, ya que siendo casi niño me trasladé a su casa de Salamanca para seguir los estudios en aquella famosa Universidad. Cuando mi tío Hernán murió, en 1533, yo tenía apenas 20 años, dejando él toda su obra, que estaba inédita, a mi cuidado. En ella hay mucho bueno y muy variado: traducciones de grandes autores de teatro de la Antigüedad, como Sófocles, Eurípides y Plauto; poesías como la «Lamentación al saqueo de Roma, puesta en boca de Clemente VII», un «Razonamiento sobre la navegación por el Guadalquivir» y un tratado en latín sobre la piedra imán; pero sobre todo escribió diálogos, destacando su «Diálogo sobre la dignidad del hombre», que se ha leído siempre con contento y admiración. Yo edité, porque era mi obligación, los libros de mi tío, añadiendo a esa edición quince discursos escritos por mí.

—Respecto a sus obras propias, ¿podemos considerar como la más importante el «Viaje por los reinos de León y Galicia y Principado de Asturias»?

—Esta obra tiene su importancia, en cuanto que da noticia de muy importantes reliquias y obras de arte, situándolas en los lugares en que se encuentran. Yo estoy muy satisfecho de haber realizado y escrito este «Viaje santo», que me permitió ampliar sobre el terreno los conocimientos que había adquirido en los libros. Al morir Florián de Ocampo en 1558, dejando su «Crónica» inacabada, se me encomendó la tarea de concluirla, poniéndome a la tarea y aportando como pruebas documentales toda clase de testimonios que tuve a mi alcance: no sólo documentos escritos, sino que también aproveché medallas, monedas, inscripciones en la piedra o el bronce, monumentos, etcétera, cosa que se hacía por primera vez en Castilla y que sorprendió a algunos. Y para continuar este libro, recorrí uno por uno los lugares en él citados, lo que me permitió componer un libro nuevo, las «Antigüedades de las ciudades de España», publicado en 1575. Durante el viaje que realicé para componer este libro, reuní gran cantidad de documentos, manuscritos y objetos artísticos que dejé en custodia en el monasterio de El Escorial para evitar su segura desaparición. Y, en fin, frente a los ataques de Alonso de Santa Cruz contra los «Anales» de Jerónimo de Zurita, yo escribí una «Apología de los Anales», no porque la gran obra de Zurita necesitara defensa, ni mía ni de Páez de Castro, sino porque era justicia defenderla. Y esto reconociéndole a Santa Cruz su mérito como continuador de la crónica de los Reyes Católicos desde donde la dejó Pulgar, y como autor de una Crónica de Carlos V, aunque su interés es mayor documental y de experiencia directa que literario.

—¿Usted se ordenó sacerdote?

—Sí. Después ejercí como profesor en la Universidad de Alcalá de Henares.

—¿Puede decirse de usted que es el Orígenes español?

Su rostro se ensombrece y me contesta:

—Comprenderá que no quiero recordar aquel episodio, en el que respondí a una tentación con una barbaridad. Hablemos de otras cosas.

—¿Qué impresión le causó Asturias?

—La de ser un país oscuro y frío. Llegué a esa tierra más allá de las montañas procedente de Liébana, donde visité Santa María de Piasca y el monasterio de Santo Toribio, ambos de los Benitos. En Santo Toribio se custodia una parte de la cruz de nuestro redentor, de largo tres palmos y medio, con el agujero en la madera de uno de los Santos Clavos. De allí marché a Cangas de Onís y al monasterio de Covadonga, que aunque es muy pequeño, es grande por la devoción que despierta. La extrañeza de este Santo Lugar no se puede dar a entender bien del todo con palabras. También visité la iglesia de Santa Eulalia de Abamia, edificada por el rey don Pelayo, quien se enterró en ella, junto con su mujer. El día que yo la visité era domingo y se estaba celebrando la misa, y me impresionó que había más de doscientas lanzas, hincadas alrededor de la iglesia, que eran de los montañeses que se encontraban dentro, y las llevaban en previsión de recibir la acometida de algún oso, que hartos hay en aquella agreste montaña. La iglesia de Santa Cruz, en Cangas, está sobre una cueva, y allí se encuentra sepultado el rey Favila, que murió entre las garras de un oso en la alta sierra que está sobre aquel valle. Seguido visité el monasterio de Benitos en Villanueva, a la ribera del Sella, y ya desde allí no me detuve hasta hacer el catálogo de la Cámara Santa de la iglesia de Oviedo, que es importante. En Oviedo visité además los monasterios de San Pelayo y San Vicente, y el de San Francisco, fuera de la ciudad, y el de Nuestra Señora de la Vega, y las iglesias, al norte de Oviedo, sobre una gran sierra, de Santa María del Naranco y San Miguel de Liño, obras del rey don Ramiro. Y continuando viaje hacia el ocaso, me detuve en la abadía de Tuñón, a dos leguas de Oviedo, y desde allí seguí camino hacia Santiago de Galicia.

—¡Pero dejó mucho sin ver en Asturias!

—Me hago cargo. Pero no se puede ver todo.

—¿Qué valoración hace de lo que vio?

—De grande antigüedad e historia ilustre. Buena impresión, en fin.

La Nueva España · 27 de diciembre de 2004