Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Baltasar de Unquera,
al servicio de la Corona

Baltasar de Unquera, marino asturiano, se encuentra entre los defensores de Buenos Aires, sitiado por los ingleses, ocupando el importante cargo de primer ayudante de campo de don Santiago Liniers, que se ha erigido en defensor de la ciudad. Pero Baltasar de Unquera le quita importancia a este cargo porque, como él dice, «en las presentes circunstancias, todos los que nos encontramos en Buenos Aires, somos defensores».

—De manera que mantienen el espíritu alto.

—Muy alto. No hay en Buenos Aires un solo hombre que no esté empleado en su defensa. Cada casa es un castillo y cada calle, un atrincheramiento.

—¿Desde cuándo dura el asedio?

—Desde febrero de este año 1807. Como decimos aquí, humorísticamente, éste es el asedio de este año, porque el pasado tuvimos otro, en el que, por cierto, murió heroicamente un asturiano de muy buena ley, don Diego Álvarez de Baragaña.

—Y este asedio de 1807, ¿cómo cree que va a resolverse?

—No lo sé. Para mañana, 5 de julio, el general inglés Crawford tiene previsto un asalto con todas las fuerzas, que son poderosas. Pero no creo que sea capaz de quebrar nuestra resistencia. A mí aquí me tiene, tan tranquilo.

—Dígame algo sobre ese heroico Diego Álvarez de Baragaña.

—Yo, la verdad, lo traté poco, porque andaba delicado de salud y solía residir en ranchos que poseía fuera de Buenos Aires. Cuando lo conocí, tenía más de cincuenta años de edad. Había nacido en Gijón y emigró siendo muy joven a Buenos Aires, y luego se estableció en San Telmo, donde hizo una formidable fortuna traficando en las pampas y como tratante de caballos. Tanta era su fortuna y tal su patriotismo, que contribuyó con dinero de su bolsillo a la formación del escuadrón de húsares. Al producirse la primera invasión inglesa, a pesar de su estado de salud, participó de manera muy activa en los preparativos para la reconquista de Buenos Aires, recorriendo las pampas, en las que tenía gran influencia, para comprar caballadas y provisiones y para reclutar soldados. De este modo consiguió reunir un pequeño ejército, con el que se unió en el río Las Conchas a las tropas que se dirigían a liberar Buenos Aires, entrando en la ciudad el 12 de agosto de 1806 y siendo herido de muerte de un balazo frente al cabildo. Don Santiago Liniers, en un informe enviado a Godoy, cita a Álvarez de Baragaña entre los muertos de la jornada del 12 de agosto, inmediatamente después de su edecán, Juan Bautista Fantín.

—Bien. Ahora cuéntenos algo de usted, don Baltasar.

—Nací en San Juan de Berbio, en Piloña, en 1766. Mis padres eran Pedro Nicolás de Unquera, natural de Unquera, la primera localidad de las Asturias de Santillana, al otro lado del río Deva, y María Jacinta de Cobián Bermúdez de Espinaredo, de la casa de los Cobián de Borines. ¿Conoce usted Berbio?

—¡Ya lo creo! Magnífico templo tienen.

—Pues en Berbio pasé la infancia, aunque hice los estudios primarios en Infiesto. Ingresé en la marina de guerra en Ferrol, ascendiendo a teniente de fragata en 1794. Durante las guerras contra la Revolución Francesa estuve presente en el sitio de Tolón.

—¿No tuvo oportunidad de conocer allí a Napoleón Bonaparte?

—No, y bien que lo siento, pero estábamos en bandos contrarios y no en el mar, con la escuadra. ¡Pero menudo carrerón que lleva ese oficial de artillería!

—¿Hizo toda la guerra contra la Revolución en Tolón?

—Buena parte de ella. También participé en otras acciones en el Mediterráneo.

—Y cuando concluye la guerra, ¿qué hace?

—Soy enviado a América. De la guerra contra la Revolución salimos como gatos escaldados. Yo no soy revolucionario, ni mucho menos, pero hay que reconocerle cierto mérito a aquella gente que al tiempo que establecía el sistema métrico decimal, mantenía a raya en los campos de batalla a todas las testas coronadas de Europa.

—Y también, no lo olvide, se guillotinaba sin parar en toda Francia.

—No lo olvido. Lo peor de las revoluciones es su aspecto criminal. Temo que no son posibles las revoluciones sin derramamientos de sangre, y sin que se efectúen en ellas los crímenes más horrendos.

—¿Qué hizo usted en América?

—Fui destinado primero a Florida, como oficial de la armada, y posteriormente a Río de la Plata, donde se me encomendó el mando de la fragata «Fuerte», de veintiséis cañones. Y el mes de mayo de 1805 corrí la que espero que sea la peor aventura de mi vida. La fragata «Fuerte» salió al paso de dos fragatas inglesas que merodeaban cerca de Maldonado, y en el curso de un intercambio de cañonazos se levantó un terrible vendaval que nos separó de los ingleses, arrojándonos contra la costa, en la que embarrancamos. Y ahí no se acabaron nuestras calamidades, porque acto seguido se declaró un incendio a bordo.

—Pero le fue reconocido su comportamiento heroico en el rescate de la tripulación.

—No hice más que lo que tenía que hacer. Y habría preferido salvar también a la fragata, que era muy marinera.

—¿Y luego?

—Vine a Buenos Aires, a la espera de un nuevo destino, aprovechando para contraer matrimonio con Martina Josefa Warnes, dama porteña de ascendencia irlandesa, hermana del coronel don Ignacio Warnes y del teniente coronel don Martín José Warnes. Mas no mantengo buena relación con mis cuñados, porque los noto demasiado partidarios de separar las Américas españolas de la tutela de la Corona de España.

—¿No mira usted con buenos ojos a los partidarios de separar las Américas españolas de la Corona de España?

—No, aunque se trata de minorías de personas afrancesadas, que leyeron a los filósofos por seguir la moda, que pretenden la independencia de las Américas no para que los indígenas obtengan mayor felicidad, sino para poder explotarlos mejor, sin que la Corona contenga sus ambiciones.

—Su siguiente destino digo yo que sería en Río de la Plata.

—No. Casi inmediatamente después de mi matrimonio recibí la orden de regresar a España, destinado al navío «Príncipe de Asturias», con el empleo de ayudante de su capitán, el célebre Gravina. Poco después, el 5 de octubre de 1805, participamos en la batalla de Trafalgar, conjuntamente con la armada francesa a las órdenes de Villeneuve, contra la inglesa, mandada por sir Horatio Nelson. Aquello resultó un completo desastre, del que tuvo mucho culpa el propio Gravina, por plegarse a las decisiones francesas. Mas con el pecado le llegó la penitencia, pues recibió tales heridas que quedó incapacitado y sin volver a ser quien había sido. Y aunque salió con vida de la batalla, no sobrevivió a las heridas, muriendo a causa de ellas el pasado año.

—¿Qué ocurrió en el «Príncipe de Asturias» al recibir el almirante heridas tan graves?

—Los oficiales sobrevivientes procuramos salvar lo que fuera salvable. No sólo perdimos una batalla en Trafalgar, sino que temo que esta derrota traiga fatales consecuencias para España. Nunca aprobaré la afición de nuestros gobernantes a aliarse con Francia: alianza que, por lo general, resulta nefasta. El gobernante actual o futuro que se alíe con Francia debiera ser juzgado por alta traición.

—¿Qué hizo después de Trafalgar?

—Regresé a Río de la Plata, destinado a Montevideo, donde se encontraban varios buques de guerra al mando del capitán de navío don Santiago Liniers, quien me encomendó un plan para reconquistar Buenos Aries, que estaba en poder de los ingleses, al mando de William Carr Beresford. El plan fue aprobado por Ruiz Huidobro, pero Liniers lo modificó, razón por la que solicité mi relevo como jefe de las cañoneras. Buenos Aires fue recuperado gracias al levantamiento de la población civil. Pero en febrero de este año, 1807, regresaron los ingreses al mando del almirante Murray, con una tropa de quince mil hombres de desembarco. Con este motivo, Liniers volvió a llamarme, haciéndome su primer ayudante de campo y encomendándome armar a la población civil y la defensa de la población. En el uso de este mando, ordené que el tercer batallón de patricios regresara a Buenos Aires para defenderla, y conseguí el envío de sesenta bueyes para mover las piezas de artillería.

—¿Prefiere el trato con los ingleses a la alianza con los franceses?

—Desde luego, aunque ahora estemos en guerra con ellos.

Última hora

En prensa esta «entrevista», nos llega la lamentable noticia de la muerte del capitán Baltasar de Unquera, el día 5 de julio de 1807, en el atrio de la iglesia de Santo Domingo. Según testigos presenciales, disparos hechos desde el interior de la iglesia le obligaron a retroceder hasta sus posiciones. Allí perdió un brazo, y, habiéndose negado a ser evacuado, murió desangrado.

La Nueva España · 15 de noviembre de 2004