Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

David Prada,
en el Imperio de Maximiliano

Avilesino de vida aventurera y novelesca, fue banquero, periodista y diplomático en México y Francia hasta su regreso a Asturias para escribir

David Prada es un asturiano aventurero y novelesco, de cuya vida se podía sacar una buena novela. Poseía una vista de águila para los negocios, pese a que raramente le salían bien, seguramente por actuar a largo plazo y no con vuelo gallináceo, que es manera de actuar menos imaginativa, pero más segura. David Prada, en la actualidad, vive retirado en Avilés, saliendo poco de su casa y leyendo y escribiendo mucho. A sus vecinos, les llama mucho la atención que don David haga vida tan apartada.

—Mire usted, que los vecinos digan misa, si quieren. Pero yo entiendo que, para quien tiene cierta edad y no es viajante de comercio, por ejemplo, poco se le perdió en la calle. La vida en las pequeñas poblaciones tiene sus atractivos, pero también sus inconvenientes e incomodidades. Hay que saludar a todo el mundo, incluidas personas a las que desprecias. Y la gente es envidiosa, malévola y criticona. Si te ven en un bar, deducen que eres bebedor. Y si en un restaurante, que eres un «fartón». Y si no sales de casa, te llaman excéntrico. Así que yo prefiero que mis vecinos me llamen excéntrico, y cuando me apetece ir de restaurante, voy a Oviedo o a Madrid. Además, fuera de casa no gana uno nada, sino que pierde el tiempo. Y yo, aunque jubilado del cuerpo diplomático, no estoy jubilado de otras ocupaciones privadas, a las que dedico buena parte de mi tiempo.

—¿En qué consisten esas «ocupaciones privadas» a las que se refiere?

—Ordeno mis libros y papeles, pero, sobre todo, estoy escribiendo mis memorias, que pienso titular algo así como «Memorias de un secretario de Legación».

—¿Y cuándo piensa publicarlas?

—De momento, habrá de escribirlas antes de planear publicarlas, y le diré una cosa: para mí resulta más apasionante escribirlas que verlas publicadas. Es más: verlas publicadas me resulta secundario y acaso indiferente. Yo no fui personaje lo suficientemente importante como para haber participado como protagonista en grandes sucesos históricos. Algunos sucesos históricos viví, pero como personaje secundario. Mas lo que verdaderamente me interesa en estos momentos es poner por escrito el cúmulo de hechos que componen mi vida, y disfrutar recordándolos. Me da la sensación de que, al escribirlos, los vivo de nuevo.

—¿Y no teme encontrarse con recuerdos amargos?

—Mire usted: todo el mundo tiene recuerdos amargos, pero la memoria es selectiva, y hay personas de condición desenfadada y optimista, como yo, que desechan lo malo y se quedan con lo bueno. Insisto en que esto va en caracteres. Dante opinaba, y él sabría, porque en su vida le tocó sufrir en muchas ocasiones, y por diferentes motivos, que no hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria. En cambio, Henry Fielding le hacía decir a su personaje Tom Jones que procurara disfrutar lo más posible, porque así, en tiempo de desolación y desgracia, tendría algunos recuerdos que le consolasen.

—¿Usted nació en Avilés?

—Sí, señor, en Avilés, en 1835. Mis dos hermanos mayores habían emigrado a México cuando yo era todavía muy niño, y me costearon los estudios de Leyes en la Universidad de Oviedo. Pero no había terminado los estudios cuando me pidieron que los abandonara para trasladarme a París, con el objeto de organizar, de acuerdo con ellos, un establecimiento bancario. La idea era muy buena, me atrevo a afirmar que excelente. Por aquel entonces París era visita obligada de tantos argentinos e hispanoamericanos en general como ahora, por lo que una casa de banca de lengua española podía ser un negocio seguro. Pero no se puede pensar en la seguridad de los negocios teniendo el capital en las Indias. Y eso fue lo que nos ocurrió a nosotros. Las cosas nos iban bien en México, y la llegada de los franceses, que impusieron el Imperio de Maximiliano, en principio hubieron de beneficiarnos. Por entonces, un europeo en México era un europeo, no un «chingado gachupín». Pero los disturbios que se produjeron contra el Gobierno de Maximiliano, que degeneraron en verdadera guerra civil, terminaron por arruinarnos. En 1867 yo dejé París y marché a México, a ver qué se podía hacer.

—¿Y pudo solucionar algo?

—Nada. Pero viví unos momentos excepcionales de la historia de México... y de la de Francia.

—¿Qué sucedía exactamente en México bajo el reinado de Maximiliano?

—Que México tenía presidente, un puro indio de aspecto insignificante, que vestía imitando a Abraham Lincoln, y que tenía no menos voluntad férrea ni menos firmeza en sus ideales que el recién asesinado presidente de los Estados Unidos. Y este presidente, llamado don Benito Juárez, opuso una tenaz resistencia al reinado de Maximiliano, impuesto por Napoleón III, después de una intervención en México de tropas aliadas en Francia, España e Inglaterra. Pero las tropas españolas, al mando de Prim, y las inglesas se retiraron, quedando el pastel de México sólo para los franceses. Entonces Napoleón III tuvo la humorada de convertir México en un Imperio y de ofrecerle la corona al archiduque de Austria, Fernando Maximiliano, el cual tuvo la insensatez de aceptarla, haciendo su entrada solemne en México el 12 de junio de 1864. Al principio, las cosas le fueron bien a los europeos establecidos en México. Pero cuando llegué yo allá, en 1867, ya todo estaba perdido. El Imperio se hundía, y a poco de desembarcar yo en Veracruz, tuve noticia de la caída de Querétaro y del fusilamiento de Maximiliano en el Cerro de las Campanas, junto con los generales Miramón y Mejía.

—¿Y qué hizo usted?

—Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, me apresuré a tomar un barco que me devolviera a la vieja Europa, e inmediatamente regresé a París, con el propósito de ver si había posibilidad de salvar algo del naufragio. Pero no hubo posibilidad de hacer nada. Después del desastre de Maximiliano en México, puede decirse que toda la fortuna y todas las iniciativas de los hermanos Prada se las llevó la trampa.

—O sea, que volver a empezar.

—Sí, qué remedio.

—Sería para usted muy difícil.

—Para mis hermanos sí resultó difícil, porque ya eran hombres de cierta edad, dedicados desde sus primeros años a los negocios y que de pronto ven cómo aquel inmenso esfuerzo se desvaneció como humo. Para mí la cosa no resultó tan difícil, porque todavía era muy joven, y si bien es verdad que durante mi estancia en París como banquero me había acostumbrado a vivir muy bien, no tuve inconveniente en prescindir de los lujos y apañármelas como fuera. Por suerte, durante mis años en París había hecho buenas amistades en diversos ambientes, entre ellos el diplomático. A mi regreso de México, yo me encontraba en París en situación verdaderamente apurada. Conseguí un trabajo como periodista, como corresponsal del diario «Las Novedades», de Nueva York, editado en lengua española. Incluso marché a Nueva York, a ver si podía abrirme paso como periodista, pero allí descubrí que mis artículos interesaban por las noticias que daba en ellos sobre París. De manera que regresé a París. Y allí tuve la gran suerte de que mi amigo, el secretario de la Embajada de España, me ofreció un modesto empleo como escribiente de la Embajada. Como yo tenía buenas relaciones en París, pude introducirme en la Corte francesa, y llegué a mantener amistad personal con Napoleón III y con su distinguida esposa, la española doña Eugenia de Montijo. Al abandonar mi amigo el cargo de secretario de la Embajada para ocupar otro cargo, el Gobierno de Madrid me encargó esa secretaría, que desempeñé por espacio de veinte años, durante los cuales ejercí en varias ocasiones como embajador, por ausencia o cambio de los titulares.

—Esto es, se convirtió en un español muy influyente en París.

—Más o menos. Porque no sólo me dediqué al mundo diplomático, sino también al intelectual y académico. Mantuve relaciones muy profundas con la Academia francesa, y fui discípulo de Ernest Renan. Mi firma llegó a ser muy cotizada en diversas revistas francesas como crítico de arte. Y así viví hasta 1890, que abandoné el cuerpo diplomático para regresar a Avilés.

—¿De todo esto habla en sus memorias?

—Sí. ¿Qué le parece?

La Nueva España · 4 de octubre de 2004