Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Cine

Ignacio Gracia Noriega

Elizabeth Taylor y Farley Granger

El actor fue una estrella en los cuarenta y cincuenta

Una vez más «no se van solos», y a los pocos días de la muerte de Elizabeth Taylor, fallece otra «estrella» de aquella época, Farley Granger, nacido en San José (California), el «valle largo» de las novelas de John Steinbeck, en 1925. A diferencia de Liz Taylor, su nombre puede que diga poco a las gentes de hoy, salvo a Lola Mateos. Pero fue muy conocido en los últimos años cuarenta y la primera mitad de los cincuenta del pasado siglo: la mejor época del cine, el equivalente al año 1911 para los mejores champagnes y los mejores vegueros de Vuelta Abajo. Aunque Granger era siete años mayor que Liz, comenzaron ambos sus respectivas carreras cinematográficas en 1943: Liz, en «La cadena invisible», de Fred McLeod Wilcox, y Farley en «La estrella del Norte», de Lewis Milestone, un curiosísimo filme rodado en pleno idilio ruso-norteamericano, en el que los resistentes soviéticos luchan heroicamente contra los invasores nazis. Granger era un muchacho de dieciocho años, moreno y delgado, al servicio de Samuel Goldwyn, que inaugurará un tipo de personaje juvenil anuncio de nuevos tiempos, a los que no tardarían en pertenecer de lleno John Derek, Montgomery Clift y otros como Roddy McDowell y Dean Stockwell, que, previamente, habían sido actores infantiles. Infantil casi, Liz Taylor muere de tuberculosis en «Jane Eyre», de Robert Stevenson, titulada en español «Alma rebelde», y su desvalimiento y sacrificio, sus grandes ojos negros, son lo más emocionante de la película, y lo más inolvidable junto con la apoteosis romántica y turbulenta de sir Edward Rochester con aspecto de Orson Welles cabalgando con la capa al viento bajo un cielo de nubes oscuras. He vuelto a ver «Alma rebelde» y Liz Taylor niña (que no viene acreditada en los títulos) anuncia a la Liz Taylor eterna. Luego vendrían otras películas inolvidables, y Liz se reafirma en «Mujercitas», está discreta a las órdenes de Minnelli en dos comedias en las que Katherine Hepburn y Spencer Tracy se llevaron la parte del león, y se encuentra a sí misma y a Montgomery Clift en «Un lugar en el sol», de George Stevens, pórtico del mito: «Ivanhoe», de Thorpe; «Rapsodia», de Charles Vidor; «La senda de los elefantes», de Dieterle; «Beau Brummell», de Curtis Bernhardt; «La última vez que vi París», de Brooks; «El árbol de la vida», de Edward Dmytryk; «La gata sobre el tejado de zinc», de Brooks... No, no me recuerden «Cleopatra» ni «¿Quién teme a Virginia Woolf?». La primera me aburre, la segunda es histerismo puro.

Farley Granger trabajó en una de las más bellas y desesperadas películas de aquella época, «Los amantes de la noche» (1949), de Nicholas Ray, con una Cathy O'Donnell que alguna vez recordó a Liz en versión triste. Y protagonizó dos Hitchcock mayores, «La soga» (1948) y «Extraños en un tren» (1951), fue el inevitable delincuente juvenil en «Nube de sangre» (1950), de Mark Robson, y vino a Europa para rodar una película de grandes planos, «Senso» (1954), dirigida por Luchino Visconti como si fuera una ópera. Después hizo «La muchacha del trapecio rojo» (1955), de Richard Fleischer, antes de dedicarse al teatro y a la televisión, donde le perdí la pista. Siempre mantuvo el aspecto juvenil, tal vez porque era nervioso y sabía ser dubitativo. Y no tuvo apoteosis como Liz, que entra por la puerta grande de la madurez de la mano de John Huston en «Reflejos en un ojo dorado». El mismo Huston que despidió de manera mítica (no de otro modo se puede despedir a un mito) a Ava Gardner en «El juez de la horca».

La Nueva España · 7 abril 2011